02 marzo 2009

Condo y la gincana musulmana


Nota: se recomienda empezar por cualquier otro capítulo menos por este, que es el último.


Un sábado por la mañana, en la pescadería del mercado, oigo el sonido de un mensaje en el móvil. El remitente es “Condo”. Mientras Pili me corta unas rodajas de rojo atún en mi grosor preferido, leo:

“Espero que te gusten las gincanas. Atenta al próximo mensaje. Condo.”

Claro que me gustaban las gincanas. En realidad me fascinaban. Las gincanas, junto al juego de la Oca, me parecían el símbolo más paralelo a la vida, una acertada metáfora de que el tiempo –y la luz- sólo viajan hacia delante aunque lo haga en saltos, en quantos. Por eso me acordé de Max Plank en la pescadería mientras Pili cortaba el atún y yo leía el mensaje en mi móvil, todo a la vez. El misterio que se va desvelando de pista en pista, de salto cuántico al próximo salto cuántico, era, en definitiva, el motivo de que las gincanas me fascinaran: el placer de una revelación en tramos que anticipan, en piezas de degustación de lo que se avecina. Algo parecido –suponía- a lo que debe sentir un hombre al ver desnudarse a una mujer en lenta voluptuosidad.

Después del mercado de mi barrio, tenía previsto buscar una carnicería árabe. Hacía meses que una amiga casada con un libanés me había hablado de la carne “halal”. Parecía evidente lo que había leído años atrás en una revista esotérica: cuando comemos carne, nos comemos también el miedo que el animal pasó en la cola del matadero. Hubieron de transcurrir bastantes años más para que comprendiera que ese miedo se llamaba adrenalina y cortisol, que dejan el músculo tenso. Si la gente supiera más del terror a morir –había pensado- nadie comería carne. Maribel me confirmó con su explicación que el hecho de que la muerte de los corderos musulmanes ocurra en un dulce sopor hace que su carne deje el mundo en forma mucho más tierna; como mucho, lo que uno ingiere entonces es un profundo y agradable sueño.

Y, tras aplazarlo varios sábados, había elegido justamente aquel para ir en busca de una carnicería árabe.

Desde la calle llamé a Mohammed.

-Oye, Mohammed, ¿tú no conocerás alguna carnicería árabe?

-¿Carnicería árabe? Sí, muchas, pero… A ver, no sé exactamente la calle… Si vas al Raval ahí hay muchas, si bajas por… y tuerces a la derecha, tú pregunta por ahí.

De modo que encaminé mis pasos hacia la zona amorfa de la ciudad con más concentración de residentes árabes pero sin ningún plano ni dirección bien dibujados en la cabeza. Ya no me sorprendió mucho recibir otro SMS de Condo en que se hacía evidente que ese día estaba bien conectado con mis planes. Leo:

“Hacia el suroeste te guiará la pequeña mano negra”

Me encantaban estos acertijos. En Condo había tanto misterio que ese juego le encajaba muy bien. Pero le conocía y sabía que tras ese juego había algo importante, algo que tenía que ver con otra búsqueda. Con la verdadera.

Caminé hacia el suroeste por el primer callejón que me ofreció el juego, callejones de persianas enrolladas en los balcones y de vez en cuando un olor a jazmín que ignoraba de dónde venía. Unos niños marroquíes jugaban en una pequeña plazoleta. Ahí me detuve, pues me encontraba en una minúscula encrucijada de tres nuevos callejones. Miré alrededor: aparte de los niños y su balón, había una peluquería con un solo cliente árabe, más allá unas frutas expuestas en el exterior de un humilde comercio. Y nada más. Pero entonces, como tatuado sobre la piedra de una de las esquinas, ví un pequeño dibujo negro. Aunque algo desdibujado por los eones, se reconocía en él un puño con el índice extendido. Era eso, pensé. Y seguí la señal del dedo sin dudarlo un momento.

Tras varios minutos de andar, recibí otra pista más desde el móvil de Condo:

“Busca Halal y pregunta por la quinta tienda. Ya estás cerca”

¿Cómo sabría Condo que hoy quería comprar carne halal? Gracias a mi amiga sabía que esa palabra era la garantía de que el animal había sido sacrificado debidamente. Sigo caminando, caminando, caminando, por callejones en los que jamás había estado y que parecían estrecharse a medida que me iba adentrando en ellos. Tanto caminé que llegué a la misma Persia y, una vez en ella, no creí transgresión el preguntar algo por mi cuenta al primer mercader que vieran mis ojos. Fue un hombre vestido con chilaba y birrete que ordenaba un estante. Entré.

-Perdone… ¿usted conoce por aquí alguna carnicería árabe?...

Me contó con todo detalle y entre reverencias cómo llegar a la más próxima y seguí andando todo recto por un mismo callejón. Me crucé con una sobrina-nieta de Schehrazade y con varios humanos más, hermanos de una raza morena y sangre tan roja como el sol que se acuesta cada atardecer entre las dunas: estaba ya dulcemente perdida, sin duda, por otro tiempo y otro espacio pero no me asombró porque sabía que Condo no me dejaría perder más allá de lo necesario.

Pregunté en otro comercio aún y un chador marrón me indicó que ya estaba muy cerca: apenas pasado el mercadillo de joyas de ámbar hallaría lo que buscaba. Había dejado de sentir mis propios pasos entre aromas a especias y el zumbido del simún en un yo interior que se expandía más allá de la estrechura del callejón.

Y me encontré en una avenida algo más amplia, sólo para camellos y peregrinos, que se extendía ante mí como un amable río que ofrece sus dos márgenes a elegir. Me paré y sentí el cansancio de tanto andar. Al mirar alrededor, mi vista se topó enseguida con un letrero blanco de letras rojas que ponía:

“Carnicería”

y debajo, en letras más pequeñas,

Halal

Dos hombres árabes –uno en la caja y otro en el mostrador- me esperaban desde tiempos inmemoriales. Montones de rojísimos músculos truncados en su último sueño se amontonaban en la fresquera. Pedí de dos piezas distintas y el más joven cogió, cortó y envolvió con pericia aquella ternura. Mientras le pagaba al tesorero, de pronto recordé la indicación de Condo (“Busca Halal y pregunta por la quinta tienda”), pero me cohibía preguntar tan directamente. ¿Qué podía significar aquello?

-Perdone… ¿Usted sabe si por casualidad, por aquí… una tienda de esta misma calle…

Al darme cuenta de que el hombre que estaba sentado a la caja no parecía entender bien el español me sentí flaquear.

-Sí, debe referirse a la tienda de Muammar –dijo el que había cortado la carne-. Sí, es… una, dos, tres… cuatro… cinco tiendas más hacia allá –dijo señalando con el brazo.

-Gracias.

Así fue como llegué al siguiente punto de la gincana de Condo dentro de una Persia viva que aún latía en mí (Condo solía bromear que yo en otra vida fuí una esclava egipcia). Al acercarme, ví que esa tienda número cinco era de ropa árabe. Pero ignoraba porqué estaba ahí, así que encendí un cigarrillo en la acera por si se me hacía la luz. La mente de Condo vino en mi auxilio y leí un nuevo mensaje:

“Está encargado y pagado. Sólo has de llevártelo. Obedece mi mandato

y no preguntes. Más instrucciones mañana”

Oh, claro que lo haría, “no lo dude”, le dije mentalmente, aunque no sé si le llegó mi idea volátil. Entré, ahora ya decidida, a la tienda donde el tuáreg me recibió con una amplia sonrisa blanca sobre su barba gris y su túnica blanca.

-Buenos días –dije en mis mejores modales-, vengo a buscar algo que creo que han encargado… Ya está pagado y…

-Oh, sí, señorita, ahora mismo se lo traigo, lo tengo dentro –dijo el amable señor entrando en la trastienda.

Su respuesta ya no podía sorprenderme, aquel hombre pertenecía en ese momento a la misma dimensión mágica del juego de Condo. Sentí que todo el universo se confabula constantemente en un gran juego cósmico: sólo hay que atreverse a participar en cualquiera de los millones de juegos y posibilidades que esperan desde siempre que simplemente entremos en ellos con la inocencia de un niño.

Esperé impaciente. Los regalos-sorpresa siempre emocionan, pero viniendo de Condo podía esperar cualquier cosa. Mientras esperaba, paseé entre los estantes de la tienda y ví túnicas, chadors de distintos colores, alguna bisutería de Oriente… ¿Qué sería lo que me esperaba?

Tomé el paquete, agradecí al tuáreg y salí de la tienda.

Cuando lo abrí en casa y rompí el papel que lo envolvía, apareció un segundo envoltorio en papel de seda color carmesí. Mientras lo rasgaba pensé frágilmente que aquel era el primer regalo que me hacía Condo en tanto tiempo. Estaba más emocionada de lo que había previsto, y también ansiosa por ceder a cualquier indicación, a cualquier utilidad o sentido que pudiera tener su obsequio. Confiaba a ciegas en él. Al quedar al descubierto una tela azul marino con algunos bordados, la tomé y la desplegué ante mí en toda su extensión: ¡era un burka, con una delicada red de ganchillo para la faz!

Las preguntas surgían apelotonadas de mi interior desde aquel matiz mío que Condo llamaba de ingenuidad. La idea de verme disfrazada no me encajaba del todo en la sutil mentalidad de Condo, eso habría sido un juego de niños para alguien como él. No, él iba más allá de las telas, de los colores, de un misterio tan simple que se dejara apresar en una vestidura. Pero no tenía más remedio que esperar. Obedecerle y esperar.

El domingo me pareció discurrir más lentamente de lo habitual. Pasé horas a la deriva en aquel cauce de ansia, debiendo desechar interrogante tras interrogante dentro de mi curiosidad. Me dediqué a teclear la reseña del último libro leído, uno de Panikkar sobre la mística. Bajé a tomar mi café de los domingos a mi bar preferido. Subí. Interrumpí la reseña. Planché lo justo. Miré mi móvil varias veces durante el día por si, por un casual, no hubiera oído el tono de los mensajes. Finalmente, después de comer, llegó el que esperaba, la última pista que conducía al final del enigma:

“Esta noche 9:00 me invitas a cenar en tu casa animal muerto en sueños. Llevarás puesto mi obsequio y nada más. Ningún temor a los símbolos, sirven para comprender”


Aquello sí que no había podido imaginarlo. La emoción me embargó plenamente, ¡Condo cenando en mi casa! Abandoné cualquier otra cosa y empecé a esmerarme en preparar un guiso cuya receta argelina encontré en internet. Utilicé cilantro, jengibre rallado, pimienta en grano y clavo. Me vertí yo misma entregándome en lo que hacía, ansiosa por recibir a tan ilustre comensal, mi maestro de tantas cosas. ¿Le gustaría mi casa? ¿Le gustaría mi sillón de anticuario? A toda prisa, mientras el guiso se iba enterneciendo, ordené un poco más el salón y repasé el baño, hacía mil cosas a la vez porque las horas parecían pasar de pronto demasiado velozmente. Nada me parecía demasiado bueno para aquella visita inesperada y, corriendo de un lugar a otro del apartamento, miraba aquí y allá buscando imperfecciones que solventar, plantas a las que buscar un rincón quizá más adecuado, lamparitas que encender o apagar… Algo antes de las nueve me azoré al recordar que no tenía cerveza, bajé rápidamente al supermercado y volví con taquicardia. Preparé la mesa asegurándome de que no faltara nada para mi invitado, de que todas las lamparitas estaban encendidas. Quemé incienso de canela y, al sentir aquel aroma, me dí cuenta de que nunca me había sentido tan feliz ni ansiosa en toda mi vida. Ya no me preguntaba qué extraño juego tenía hoy Condo en la cabeza.

(continuará)