11 abril 2006

8. El olor de Condo

A veces me pregunto por qué a veces aporrearía a Condo. Pongo mi disco duro a buscar, le doy el Search y espero. El resultado –el cerebro funciona así- puede aparecer en cualquier momento: en la cola del supermercado, trabajando, mirando el telediario sin verlo, en la bañera llena de espuma con la Butterfly de banda sonora mientras pienso en otra cosa. O eso creía, pero en este caso no se ha tratado de un solo hallazgo, sino de trocitos sueltos de hallazgo que van componiendo una comprensión cada vez menos huidiza.

Creo que ya casi lo tengo, o al menos ya he entendido algo importante: se trata de una especie de rabia o, mejor dicho, de impotencia: la que me produce el no entender por qué a veces parece estar de un lado y a veces de otro. El lado de acá y el lado de allá, q

ue decía Cortázar. Es esta aparente ambigüedad la que me produce esta desazón, una ambigüedad que a veces raya lo perverso. Y claro, es sabido que esas emociones solemos revertirlas al exterior para no dañar nuestro ego vulnerable: de ahí esos deseos, a veces, de aporrearle.

“Es que tú eres blanco o negro, condesa, y las cosas no son así” me espetó una vez al hablar de eso. “Y usted un invasor”, me salió de muy dentro sin saber por qué, como si tuviera que defenderme de algo y arrepintiéndome al acto. Él pasó por alto mi comentario, y añadió solamente: “Las cosas nunca son blancas o negras, querida.”

Por un lado Condo no es exactamente humano, de esto no tengo duda, y, sin embargo, tiene achaques puramente humanos, como rinitis alérgica o colon irritable.

-¡Ja, ja! ¡Eso es para despistar! –explicó una vez-. Los poetas también defecan, condesa, ¡ja, ja!

También come, o bebe cubatas, y sin embargo tengo la certidumbre de que no pu

ede morir como todo el mundo. Es extraño, porque a veces la demás gente le vé (como en aquella conferencia sobre Literatura Terapéutica) pero otras no (como aquel camarero del Guayana), y por eso a veces meto la pata. Pero sé que el principal problema no es éste. El principal problema es que –tiene razón él- yo soy blanco o negro y siempre me han intranquilizado las cosas indefinidas, las de contornos poco claros. Y Condo es lo menos definido que he conocido.

Lo único que es seguro de él es que los seres como él nunca, nunca, huelen a nada. Así lo dijo, “como él”. Me lo explicó el día que me contaba algo muy interesante sobre el sentido del olfato. “El olfato”, había dicho, “es un sentido muy curioso: a diferencia de los demás, sus aferencias nerviosas, o sea sus cables, no pasan por el tálamo, o sea que sus impresiones son siempre procesadas directamente desde la amígdala. Quizá por eso los olores siempre tienen un contenido afectivo, agradable o desagradable, aroma o peste.”

-O sea, ¿que están, digamos, más ligados a las emociones? –eso de que amígdala y emociones van juntitos sí me lo sabía.

-Mucho, pero además fíjate que no tenemos nombre para nombrar los olores, no poseen etiquetas para ser reconocidos...

Tenía razón, pues hay sabores salados, amargos, etcétera, pero ¿cómo describir los olores? Todo aquello era muy interesante: yo me había dejado medio sueldo durante años buscando mi perfume, y me costó tiempo porque no me gustan ni los muy cargantes, ni los muy frescos, ni los muy florales. “Una amiga mía dice que si un viejo gordo y calvo se pone un buen aroma, sólo por oler de aquel modo, en vez de viejo, gordo y calvo se convierte en un hombre simplemente m

adurito, con algún kilito de más y alguna entrada.”

-Es exactamente así –acordó Condo-, el olor es sensorialidad pura que no podemos apresar con palabras, es una experiencia inefable y por ello hay toda una industria que se basa precisamente en esto, porque a fin de cuentas ese olor no es reconocido por el sujeto al carecer de etiquetas para nombrarlos.

-Eso de las etiquetas... –dije, pensando.

-Ese es otro tema para otro día, déjame acabar lo que decía. Los olores –continuó- casi siempre o nos gustan o nos repugnan, funcionan mediante la ley del todo o nada...

“Como yo”, pensé.

-...que así es como funciona la amígdala -remató Condo- cuando el tálamo no le fastidia la vida enviándole mensajeros que se empeñen en filtrar la experiencia.

Dado que a veces utilizo los aceites esenciales en mi trabajo, el lado científico de aquel tema me resultaba apasionante. Recordaba haber aprendido que los olores nos impactan en algún lugar escondido de la memoria básicamente porque los asociamos –o sea, los archivamos vinculados- a hechos o experiencias pasadas, no porque nos merezan un calificativo por sí solos.

-Pero hay una última cosa interesante –remató Condo- y es que las alucinaciones olfativas, aunque raras, son típicas de algunos estados alterados de conciencia.

Fue en aquella conversación donde supe que él no emitía olor.

-No. Nunca –dijo, rotundo-. A nada.

En todo esto iba pensando ahora que me he perdido otra vez. Soy un desastre. Conduzco muy lentamente entre pinos, en lo que parece una urbanización de veraneantes. Pero no lo es y, además, si lo fuera estaría desierta, algo como un escenario de terror pero a pleno

sol. Sólo sé que esto es una isla mediterránea y que estoy cerca del mar. Y que es marzo, el mes en que suele pasarme todo lo relevante.

Giro en una avenida completamente desierta pero nada: alguna casita y más pinos. Por el estilo de construcción podría tratarse de una isla balear o griega. Y si es griega, entonces no es Cíclada (allá casi no hay árboles). Vuelvo a girar a mis anchas sabiendo que busco algo que me orientará, pero aún no sé qué es. Desacelero hasta casi frenar en la amplia explanada que forma un cruce por el que no viene nadie, miro a la derecha y no veo más que una extensa soledad. Al mirar a la izquierda lo veo al fín: un faro solitario ante las olas, a unos cien metros. Mi corazón se pone a latir con la misma alegría con la que mueve el rabo el perrito urbano cuando su dueño toma la correa para sacarlo de paseo. Sólo sé esto: que debo ir hacia el faro, por fín al menos una certeza. Lo hago y, a medida que me acerco, pienso que es un faro como aquel otro que...

Al apagar el motor del coche se hace el silencio en la isla entera. Bajo del coche y me expongo a un sol de marzo que pega fuerte, a traición. El silencio es roto solamente por olas enfurecidas contra las rocas, olas que el faro contempla con su único ojo cansado de Cíclope giratorio, desde su misterio inhabitado y omnipotente. Hay algo en todo esto que da un poco de miedo, y sin embargo el corazón, ese perrito alegre, no ha dejado de mover la cola en ningún momento por la proximidad de algo que de algún modo difuso tiene que ver con el faro. Sin comprender nada más que esto y, sin pensar, camino hacia él como hipnotizada mientras todo se ralentiza, sintiéndome la protagonista de una película de arte y ensayo, de aquellas lentas y con mensaje. No hay signo alguno de vida y sí una sensación d

e infinitud, de algo muy sabido o a punto de saberse que llega hasta mí y que puedo casi palpar en el rugir del mar y en el brillo del sol en el cabello y en la poca piel disponible a él. Si Condomina ahora estuviera aquí, pienso caminando despacio, le diría “Mire, Condo, un faro como aquel.”

Me acerco hasta el extremo de las rocas y paseo sobre ellas; me acerco aún más hasta aquel punto en que se entregan sensuales al mar furibundo y se dejan lamer por él en su incansable misión de pulido, un quehacer persistente y acompasado y hoy, además, cargado de cierta agresividad. Ando despacio desafiando el peligro de resbalar y caerme, mientras la espuma me salpica la cara y la ropa. En mi estómago siento retumbar con violencia la arteria abdominal: aquella angustia inespecífica se ha intensificado. No sé bien qué me ocurre, sólo que no es malo.

Entonces veo algo a lo lejos que rompe aquella unidad que componíamos hasta ahora las olas, el faro y yo. A una cincuentena de metros se diría que es una forma humana la que camina sobre las rocas igual que yo. “¿Condo?”, pienso, aunque es imposible discernir desde aquí. En cualquier caso, si ambos continuamos caminando en sentido opuesto, pronto comprobaré que sí, que era él mirándome aún desde lejos, avanzando sin ninguna prisa. Sin tiempo y sin deseo, como dice su padre. ¿Estaré soñando y lo ignoro? Porque ¿qué otra cosa hay, más que un sueño, que esté desprovista de tiempo y deseo?

Los pasos continúan como si ambos fuéramos funámbulos a mil metros de altitud caminando sobre un mismo hilo invisible y en sentidos contrarios. Pero aquí el peligro no es el del vacío de abajo sino en todo caso el mar que, por cierto, no le entusiasma ni a él ni a mí. Nunca he entendido que haya personas que se sientan a gusto dentro de él, porque ¿cómo puede uno sentirse a gusto dentro de un medio donde si respira muere? No sé qué hacemos

aquí, pienso, pero no miramos hacia el mar amenazante ni tampoco hacia cada punto de las

rocas que deberían escoger los pies con cuidado si no queremos caernos, sino al frente, al otro lado del hilo, al otro lado de este extraño espejo.

Al cabo de una eternidad la distancia se ha acortado hasta la de la voz audible, es el momento de decir “Hola, Condo” y entonces me doy cuenta de que no sabré hablar más fuerte que el rugido de las olas. Quizá un saludo telepático, pienso, pero no hay tiempo ni para eso, porque mi extraño amigo se ha acercado con dos besos rituales. Es raro porque jamás utilizamos ninguna fórmula social de saludo. Pero lo realmente extraño es que, además, en aquel instante he percibido un... No era posible que hubiera olido a... era algo a medio camino entre piel humana y colonia masculina. No puede ser, me digo, ellos no huelen a nada. Nunca. Debería preguntarle, pero no me atrevo.

-¿Te has fijado en aquel faro, condesa? –le oigo decir.

-Sí, es como... –digo, pero no termino.

-No es como –dice Condo-: es el faro de los citaucas.

Nos dirigimos a él en tácito acuerdo. Los citaucas son seres venidos de las entrañas del mar y de la imaginación de un escritor que nos gustó mucho en su día y que atacan el faro por la noche. Dan miedo, dan terror y dan más cosas.

Sigo sin atreverme a preguntarle a Condo por qué huele a colonia o lo que sea aquello, demasiado humano en todo caso por tratarse de él. Quizá espere a que me lea el pensamiento como hace con frecuencia y salga de él aclararme esta duda. Imagino que a estas alturas ya lo habrá adivinado.

Nuestra caminata se ha detenido a pocos metros del faro. El viento ataca fuerte y mueve un finísimo mechón de cabellos en la frente de mi acompañante, que los aparta en un gesto mecánico.

La puerta del faro está abierta. Es metálica y rechina cuando la empujamos. Entramos con curiosidad de gatos en una estancia oscura que huele a humedad y a yodo, a abandono. No hay nada por ahí excepto un montón de leña y algo como una manta vieja, bien doblada pero en mal estado. Todo es de color gris muy oscuro. Condo se agacha y se sienta sobre los leños. Yo me quedo de pié y miro alrededor, por hacer algo mientras él me escudriña. Me estará leyendo los pensamientos.

-Se está bien aquí, ¿no? –pregunta. Yo levanto los hombros y hago un gesto más afirmativo que negativo-. Ahh, condesa, muy torturada te tienen a ti las contradicciones.

-Pues claro, ya sabe que yo soy blanco o negro –digo en tono lo más irónico posible. Pero me vuelvo a preguntar lo mismo: ¿por qué olía a colonia?

-¡Ja, ja! Siempre intentas escabullirte, eres como una anguila pero te falta un poco de cinismo.

¿Habré oído bien? ¿Será capaz?

-¿Yo escabullirme? ¿Yo? –digo con rabia contenida-. Yo diría que aquí el único contradictorio es usted.

-Mira, condesa –dice recostándose mejor con parsimonia contra la pared y cerrando los ojos-, yo no soy tan contradictorio como crees. Contradictorio de verdad es ser, por ejemplo, socialista y nacionalista, o de izquierdas y católico, o de izquierdas y estar en contra del aborto, o cristiano o musulmán y abortar, o rico y comunista, o estar en contra del PP y dedicarse a vender azulejos con sobrecoste y comisiones... ¿Quieres más?

No sé qué contestar, así que él continúa.

-En fin, la lista podria ser larguísima pero no quiero aburrirte porque ya has pillado lo que quiero decir. Yo carezco de ese tipo de contradicciones semánticas, soy un tipo coherente, créeme. Es verdad que la mayor parte de la gente es incapaz de observar en sí mismos esas incongruencias y esto es por una razón que se llama laicismo: una vez amortizada la religión, cada uno tiene que inventarse la suya para elaborar un código moral aunque sea inmoral, porque es imposible no poseer un código, no regirse por algo supraindividual aunque sea el dinero, el yoga o el sexo. Uno no tiene más remedio que acatar su propia formación de valores dado que ya renunció a los valores culturales consensuados que representaban las religiones formales que se han quedado obsoletas.

-Entiendo –digo, intentando entender, preguntándome dónde quiere ir a parar.

-No, no lo entiendes del todo –habla aún con los ojos cerrados- pero te ayudaré: esa contradicción que ves en mí no lo es para mí, aunque es cierto que a veces cueste un peaje. Lo sublime convive en mí con la cutrez más absoluta en una discreta armonía.

-Sí, bueno, algo así quería decir: lo sublime y lo sórdido, lo ingenuo y lo cínico... sí, más o menos esto –miento, porque falta lo importante: humano o no.

Abre los ojos como si despertara de un letargo y me mira desde su otro rincón en penumbra. Cuando me mira así me siento como desnuda. Se oye las olas a lo lejos. Me he cansado de estar de pie, me siento en el suelo con las piernas cruzadas: cambiar de postura me aliviará.

-Lo que ves en mí no son exactamente contradicciones, condesa –dice en un tono que me parece entristecido. Desvía un momento la mirada al aire, hacia arriba, como si ahí estuvieran esperándole sus mejores explicaciones-. O, para que lo entiendas mejor: si lo son, entonces todos, todos, somos un poco contradictorios. Una cosa es la contradicción y otra la incongruencia. En realidad yo lo que soy es poliédrico, ¿sabes? Y tú también aunque no lo sabes.

Eso del poliedro me gusta. Sí, Condo en realidad no tiene dos, sino muchos lados.

-Mira: lo bueno para que sea bueno, tiene que tener algo de malo porque lo malo y lo bueno son dos extremos de la misma cuerda, pero para que la cuerda se tense y sirva de algo los extremos tienen que estar próximos...

Me estoy mareando pero es un mareo dulce, tiene algo de arrobamiento.

-La serpiente urobórica -digo.

-También, así que grábate esto bien grabado –continúa-: los opuestos tienen que formar parte de un mismo nudo, lo sublime o enorme se despliega desde lo irrelevante y cotidiano, lo malo está contenido en lo bueno, lo sublime en lo banal. Lo maravilloso y lo siniestro conforman la realidad, ya lo irás viendo.

Lo sublime contenido en lo banal. Lo siniestro. Qué bien habla. Pero las contradicciones que yo he sugerido no se referían sólo a lo que ha dicho él. Son más sutiles que la religión o el laicismo. O más humanas, pero me da miedo la sola idea de que, por algún motivo que no puedo imaginar, él pueda haberse convertido en humano. Quiero decir en totalmente humano.

De pronto se me ocurre que dentro de unas horas, apenas anochezca, pueden venir los citaucas y atacar el faro, el cual no cuenta con los sistemas de protección adecuados, como aquel otro. Estaríamos a su merced, pienso, y mi fantasía pierde unos momentos el control imaginando que se hace de noche y debemos defendernos de ellos y que... Sí, estaría bien esperarles aquí contando historias, aprendiendo más y...

En ese momento, la arruga nasolabial de Condo le recorre la mejilla como en aquellos laberintos de fichas de dominó que se desploman en cadena desvelando un dibujo, pero en él esa arruga acaba siempre bifurcándose astutamente sin atreverse a formar hoyuelo, y pienso de nuevo que la ambigüedad, la bifurcación, son su estrategia básica para no caerse nunca en ningún hoyo.

-No, no creo que sea buena idea quedarse –dice con un tono de voz que intenta ser diplomático.

-Oh, Condo, sería tan divertido verles la cara... –digo, sabiendo ya que es imposible.

-No, condesa, aún no estoy para aventuras de ese calibre, así que será mejor que marchemos –insiste, mientras se levanta y me tiende una mano para que lo haga también yo. Con él no hay discusión posible. Cruza la puerta y se interna en la luz de fuera. Le miro caminar y alejarse, preguntándome si en el fondo tendrá miedo de aquellos seres venidos del mar. Me quedo con ese enigma, y también el del motivo por el que hoy olía tan bien. Algo muy vago me dice que algo está empezando a cambiar, pero no soy capaz de presentir si es para bien o para mal. O para una sinfonía armónica de ambos, pues comienzo a creer que Condo tiene razón y no todo en la vida es blanco o negro.

Y, sobre todo, ese algo me dice que algo está empezando a cambiar porque ha dicho "aún no estoy". Ha dicho "aún no" y esto me ha producido una extraña dicha.

(FIN)

abr-06

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