21 marzo 2006

2. Condo en Osona

Sábado

Si no fuera porque siempre hay algo que nos hace discernir la realidad real de la otra, creería que estoy inserta en una postal suiza: entre valles y bosques con gradientes que van del verde al amarillo pasando por todos los ocres imaginables, discurre una estrecha carreterita cual tímido gusanito; casi desierta si no fuera porque por ella circula a su vez mi coche alquilado. Al volante del coche, una seudocondesa en tejanos. Desde la postal hago zoom y entro en mi yo, un yo que piensa.

Si miro hacia arriba, hacia el norte veo una tapa de espesos nubarrones de un color parecido al plomo. “El plomo transmutable, la Gran Obra” piensa mi parte alquímica. Y es allá hacia donde voy.

He dejado atrás el área civilizada de Vic y poco a poco su corto nombre va dejando de aparecer en las señalizaciones cada vez más infrecuentes. De la mística de la alquimia, paso a pensar sin gran esfuerzo que en este país las rotondas (antes cruces) y todo en general está señalizado con muy poca seriedad: quizá sean ganas de darle la culpa siempre a alguien, pero muchos letreros están tan pegados al desvío que sólo se entienden cuando ya es demasiado tarde para tomarlos, o no se discierne bien si el desvío que uno buscaba es el primero o el segundo de dos que alguien colocó demasiado juntos. Con sospechosa frecuencia, uno de ellos acostumbra a ser la entrada a un polígono industrial pero uno siempre se da cuenta de ello demasiado tarde. Bueno, al menos yo. Otras veces, ya girando uno en la rotonda como en un tiovivo, ninguna de las indicaciones sugiere el destino que se persigue, ni siquiera con la lógica de quien se ha estudiado antes el mapa.

He llegado a una de ellas obedeciendo señales en dirección a Ripoll, y me he hallado así en uno de esos laberintos circulares que van mostrando nombres de poblaciones hacia ninguna de los cuales voy, o que estoy segura de que quedan lejos de mi destino. A uno siempre le queda la duda, porque a veces el destino que buscaba como un loco aparece sólo tras tomar justamente el desvío que creía incorrecto, por misterios cuya explicación desconozco.

“Claro, como en la vida misma” diría ahora Condo.

Tras varias improvisaciones encomendándome a la buena suerte y al ensayo-error, me veo por fín correctamente enfilada hacia Sant H., primer objetivo de esta ruta que he emprendido para hacer país y, acaso, encontrar el sitio ideal para vivir.

Nadie o casi nadie en la carreterita. Es plena mañana y en la radio, de repente, suenan los primeros compases de Loosing My Religion (REM). Subo el volumen previa autorización resignada de Condomina, que, me doy cuenta ahora, de tan ensimismada que estaba pensando en rotondas y desvíos, hoy me acompaña de copiloto, aunque presupongo que REM no le entusiasma. Había puesto tercera pero hay que reducir, las curvas se están poniendo difíciles.

“Mire, Condo –le digo a modo de justificación mientras empujo el acelerador para darle ánimos al coche-, a mí tampoco me vuelven loca, es que no lo puedo evitar y esta pieza me recuerda siempre a aquel verano en Naxos, aquel año era el hit y se oía al pasar bajo aquel pub del balcón”. Sonrío abstraída al recordar aquella tarde. Condo asiente y aguanta. Qué buen tipo es. Así que subo aún más el volumen para que me reviente los tímpanos y las memorias en una curva más cerrada de lo que esperaba.

El pueblito a pié no está mal. Es un poco laberíntico, escaleras arriba, escaleras abajo, yo que me pierdo hasta en medio de la plaza Cataluña. En cambio el siguiente de la lista es distinto, tiene el encanto de un casc antic todo de piedra, con sólidos portalones de madera carcomida, la mayoría fechados en los años en que Luis XVI comenzaba a tener insomnio. “Qué lindo”, le digo a Condo, mientras nuestros pasos resuenan en callejuelas desiertas. Él moquea por alguna de sus alergias y dice “psssí”, y yo lloro y veo todo borroso por los cero grados. Me tomo una escudella casi sola en un hostal (Condo se ha quedado en el coche, releyendo por enésima vez a Rimbaud). Mientras se enfría el caldo pienso que es curiosa esa rinitis de Condo. Una vez leí en un libro titulado La Medicina del Alma que la causa emocional de la rinitis era “lágrimas no vertidas”. Se lo dije la siguiente vez que le ví y su enorme carcajada aún resuena en mis oídos.

Luego seguimos hacia el próximo objetivo, demasiado grande, demasiado gris.

Vuelvo al coche, él pregunta qué tal. Mientras me abrocho el cinturón le respondo “no me ha gustado”. Entonces Condo dice, algo pomposamente:

-Es que las mujeres siempre os buscáis a vosotras mismas en el quinto pino. ¿Se puede saber qué estás buscando?

-El pueblo de mi vida –contesto, muy convencida. Y él sonríe sólo con su mejilla izquierda, la que me queda visible.

Paramos en un café de camino a Sta. E. Unos jubilados juegan en el fondo con cartas desgastadas.

Algo después se llega a la masía rural, una inmensa casona con ermita adosada de primeros de siglo. María –una hereua de mi edad- explica a modo de bienvenida que sólo llevan tres años en el negocio del agroturismo y por ello aún alquilan sólo tres de las diez habitaciones de esa casa de aire fantasmal. Por la cantidad de terneros asomando el hocico alrededor, deduzco que viven de ellos. María asiente mientras rodeamos un gran jardín que a Visconti le habría encantado, y subimos la escalera exterior pegada a la parte trasera de la casa.

La habitación es confortable y amplia, de cama grande, antigua. Jorge –pienso- se fijaría apenas entrar en las vigas del techo (“estas sí son antiguas de verdad” diría). Y en el cerramiento de las ventanas, una pasión como cualquier otra. Qué asombroso eso de las pasiones. Luego, lo sé, inspeccionaría el tipo de madera del armario, también antiguo, abriendo una puerta y golpeándola quedamente con las yemas de los dedos y se quedaría con la mirada perdida, como si esperara un eco.

Poco después, con un Condo de copiloto muy callado y más que nada por curiosear, damos una vuelta por las cuatro casas a pié de carretera que componen el núcleo de la aldea. Al volver hay que conducir ya con luces, los días ya se hacen cortos en esta época. Antes de encerrarme en la habitación hasta mañana, al cruzar el salón me saluda otro huésped de hoy, un tipo con dos niños y aire de esos separados al que este fin de semana le tocan niños.

“Porque no crea, Condo –le explicaba justamente en el coche, pues él no sabe casi nada de agroturismo-, el turismo rural es otra manera de hacer vida social, sobre todo en estas casas que anuncian trato familiar y se comparten cenas y desayunos en una mesa larga con otros urbanitas, juntos o separados, con o sin niños pero atraídos justamente por ese trato familiar, de manera que se traba relaciones como esas de los trayectos en avión, en que se intercambian teléfonos y últimamente e-mails y luego nada.

He dejado al separado en el sofá viendo la tv con sus niños, pues no me apetece explicar mi vida, y menos aún que nadie me explique la suya. Además he venido debidamente pertrechada con libros, Rioja, biscottes y paté de foie, amén de nescafé, que con él y agua del grifo sobrevivo a un despertar en cualquier sitio. Ya querrían los soldados de Alejandro Magno haber ido tan bien provistos en sus caminatas rumbo a Persia, con los pies llagados y el calor derritiéndoles el alma y los sesos, pobres.

Llamada de Jorge. Pregunta qué tal la casa, le describo las vigas y el armario antiguo para que se sienta bien informado desde su master en Miami.

Ahora sí se ha hecho de noche de verdad, lo he visto entre las cortinas de la ventana. En cuanto termine de escribir en el cuaderno deberé acostarme como las gallinas y los terneros que comparten terreno conmigo, y levantarme temprano para continuar la inspección-sobre-el-terreno, que para esto al fin y al cabo estoy aquí. ¿Dónde se habrá metido Condo, por cierto? ¿Se quedará a dormir en el coche? Es un caso. Queda bastante Rioja, todo controlado.

Algo después:

Condesa, eres un desastre. A quién se le ocurre. De acuerdo, habías traído biscottes y paté a las hierbas como si estuvieras de vivac en el Himalaya en vez de turismo rural a un centenar de kilómetros de la urbe. No se te ha ocurrido un sitio mejor para desplegar el manual de supervivencia que el baño (quizá por lo aséptico o quizá para no manchar la decoración rústica del dormitorio, da igual) y te has organizado tan perfeccionista como siempre con los recursos disponibles, que eran:

-la tapa bajada del inodoro

-la repisa junto al lavamanos

pero ¿tenías que chupar el cuchillo precisamente mientras te preguntabas dónde estaría Condo? Rebobinemos paso a paso: estabas esparciendo el paté sobre los biscottes en el inodoro de una casa rural (sí, sí, tú que has estado en los hoteles más victorianos del Strand, en el Astir Palace, el preferido de Athiná Onassis, o con Max en aquellas suites con jacuzzi junto al lago Leman que quitaban el hipo). Frente al espejo del baño le das vuelta al labio inferior. Conserva el sentido del humor aunque sangre: esto sí que es supervivencia y no lo de los soldados de Alejandro Magno. Seguro que Jorge diría ahora “¡Ah, esta manía tuya de tener los cuchillos siempre tan afilados!”.

“Es que un cuchillo que no corte bien tiene el mismo sentido que una cama vertical”, responderías tú porque a veces te sale la vena contestona.

La cuestión ahora mismo es recordar qué aprendiste en primeros auxilios, capítulo hemorragias. Arterial o venosa... presión... torniquetes... Sientes la amenaza paradójica de un inminente ataque de risa. Ya no te acuerdas muy bien, reconoces. ¿Dónde se habrá metido Condo, que de estas cosas sí que sabe? Haz memoria. Primero: intentar presionando contra algo duro y, si no funcionara, torniquete. ¿Cómo se hará un torniquete en un labio? me pregunto justo el momento antes de dejarme vencer definitivamente por una risa atroz, absoluta.

Antes de dormir aún hay tiempo para otro cigarrillo, semidesnuda sobre la cama, sintiéndome anquilosada de tanto volante y tanto embrague. “Estas cosas son un lujo”, pienso retorciéndome completamente, a gusto, a demanda de cada ligamento, que entre otras cosas para esto sirven los ligamentos y la noche a los solitarios: para retorcerse cual gatos al sol en la cama de una casa rural perdida en la noche catalana.

La sangre ha parado y Condo habrá terminado su libro, porque reaparece justo cuando estaba acabando de estirarme. Aunque sea hijo y ex-asistente de médico, prefiero seguir en decúbito prono. Se recuesta vestido sobre la cama y hago como los niños pequeños: aunque ya me lo sepa de memoria, le pido que me explique de nuevo el episodio donde, aún adolescente, se fugó de casa en vespa, pues sus historias son mucho mejor para adormecerse lentamente que la TV. Además, ahora que me fijo aquí tampoco hay TV. Mejor. La noche es joven, enciendo otro y le escucho con placer aunque su voz me venga de espaldas.

Mientras él comienza a narrar gustoso sus batallitas, esta intimidad improvisada me recuerda a escenas infantiles en casas de colonias o viajes de fin de curso. Lo recuerda sobre todo por esta dulce violación de algo tan íntimo como el rato previo al sueño en que, por primera vez, nos veíamos sorprendidos mútuamente en la vulnerabilidad de los pijamas quienes ya habíamos compartido situaciones teóricamente más relevantes en nuestras vidas que un cepillado de dientes, y por ello la primera vez fingíamos con naturalidad que aquello era otra más sin importancia. No debía ser así porque un gesto imperceptible al ponerse el pijama o apagar la luz diciendo “buenas noches” agitaba algo en nuestro yo más cotidiano, lo obligaba a un doble refuerzo para aparentar lo que no era y conseguir dormirse tan lindamente con esa mezcla de extraño y conocido tan cerca. Es decir, tan encerrada como estaba yo ahora por aquella puerta con aquel extraño amigo.

Eso era más o menos, pues, lo que podía respirarse en la habitación de aquella casona rural, y quizá para liberarme de aquella vicisitud, tras la aventura de la vespa dirijo la charla hacia más laderas suaves y le pido a Condo que me cuente ahora de tiempos de ciénagas con mosquitos, almendros y libélulas, cuentos para dejarse vencer lentamente, cara abajo, por la esponjosa modorra del Rioja, su voz de tenor, mi cansancio de tanta curva acumulada y el silencio negro, más aplastante por momentos, de las montañas del horizonte donde la naturaleza está bajando el telón. Sabía que, antes de que Condo terminara su segunda narración, yo estaría rodando blandamente hasta el fondo de un pozo de azúcar y él –todo un caballero- se retiraría a dormir su extraño y particular sueño.


Domingo

El trayecto hasta Sta. E. ha discurrido entre espacios verdes salpicados de hayas, encinas, abedules. Conduciendo dentro de postales así uno se siente como el protagonista de un anuncio de coches, y más si de banda sonora le ponen la Missa brevis de Haydn.

Aparco el coche junto al ábside románico de la iglesia (hoy Condo no ha venido de copiloto, no sé dónde estará). La cadena es siempre la misma: curvas, soledad, más curvas, un letrero, el reflejo aprendido de un intermitente para nadie y entrada en un pueblo helado y solo: seguir la muda indicación “Centre Ciutat” aunque la población entera sólo sean cuatro casas y dos de ellas su “centre”. Aparcar en soledad, caminar en más soledad aún, mirar aquí y allá, juzgar en soledad y con la nariz y las manos congeladas. Como mucho, un café y vuelta a empezar.

Entro en un colmado abierto a preguntar. Un lugareño gordinflón me indica solícito dónde puedo comer, sale conmigo a la acera, me indica amable con palabras y gesticulaciones: las gentes de pueblo lo explican todo con el triple de detalles de los necesarios y, tal como hablan, parece complicado, como si los de ciudad pudiéramos perdernos en un núcleo urbano de tres calles (“ahora sigues por esa calle de la derecha y verás el ayuntamiento, sí, aquella, la pasas de largo, la segunda a la izquierda verás la calle tal, pues nada, tú sigues, y a pocos metros, justo al pasar una placita, lo verás”). La placita en cuestión estaba apenas a cien metros del lugar de la explicación y suele llegarse ahí en dos o tres minutos a pié. El restaurante que me ha dicho se llama Transilvania. Qué nombre tan poco adecuado para la campiña catalana –pienso- donde todos los restaurantes se llaman Cal Ciscu o Els Caçadors.

Esta vez llego tras una caminata más larga de lo habitual porque el sitio ha resultado pertenecer a un camping en las afueras del pueblo. Demasiado nuevo, demasiado desangelado, demasiado desencajado del contexto (del mío), pero, una vez llegada hasta aquí, no es cosa de iniciar una nueva búsqueda porque el hambre amenaza desde el ombligo. Además, desde que cenaste aquella noche en el restaurante Polydor(1), ningún restaurante puede ya amargarte el día. Ni siquiera éste, donde tu unicidad como comensal hace que parezca aún más grande, más desangelado, más fuera de contexto.

Las dos mujeres que lo dirigen deben ser rumanas, por el nombre del local y -sobre todo- por las especialidades rumanas de la carta. Sigo sintiendo que todo esto no encaja, sobre todo porque a mí ahora me apetecía otra escudella o canelons. Pero, como si se tratara de una novena revelación, acepto lo que venga y reviso la carta: si hay que hacer país ¿qué importa cuál, condesa? ¿no somos todos hermanos? Pido una especialidad de la casa y cerveza sin alcohol. Quiero acabar rápido y seguir hacia T.

Mientras espero la cuenta, veo que fuera se ha nublado y me ensueño con la mirada perdida en el horizonte frío y brumoso: lo que realmente da ganas de hacer es ir a hundirse en una buena siesta, entre mantas y escuchando las innumerables batallitas de Condo. Pero lo primero es lo primero y ahora toca el siguiente pueblo.

Es mayor de lo que creía. Otro letrero “Centre Ciutat”. Aparco, bajo, camino: nadie. Automáticamente, huelo más que busco, como un zahorí, un campanario que me oriente entre los tejados; por aquí las iglesias son todas románicas, todas indicando el centro de los centros. Cuando veo algo con apariencia humana, a veces pregunto “Perdoni, el centre del poble..?” Me contestan levantando los hombros y haciendo girar las manos “és això”(2), o señalan vagamente en una dirección. Camino otra vez, mirando atrás cada dos pasos porque ni soy Teseo ni llevo hilo y luego no sé volver al coche; me fijo en nombres de calles y placitas pero siempre se llaman, indefectiblemente, Plaça de l’Esglesia o Carrer Major. No hay pueblo sin uno o ambos, qué aburrido. De hecho, comienzo a cansarme de calles gélidas sin un alma, de tiendas vacías o farmacias con un número de móvil escrito a mano en la puerta por si acaso, de mis pasos en calles solitarias; además sin Condo no es lo mismo. Sólo dentro de los cafés se descongela un trozo de vida, los viejos juegan a dominó, se habla del tiempo o de problemas agropecuarios locales. Fuera de ellos es la nada, el frío que amorata las manos, el vacío. Sí, la nada y la condesa: una condesa en tejanos recorriendo Osona a cero grados y poco más.

Segunda y última noche en la masía: tras dos horas de lectura, el último Rioja mirando el mapa y tomando las últimas decisiones. El mapa no es el territorio, dice Condo a veces. Ya he hecho aquí todas las paradas que había planeado, ya me he perdido en todos los pueblos que había marcado en la comarca, así que el juego toca a su fin.

SMS de Jorge desde su mediodía en Miami: me echa de menos, dice que está triste por no estar ahí conmigo. Me esfuerzo en sonreir. Ni que me estuviera viendo alguien por una fisura. ¿Dónde están mis hormonas? ¿por qué últimamente no las alteran los hombres, ni las mujeres, ni los terneros que aúllan ahí fuera a la luna nueva? ¿las alteraría algo no humano, algo sobrenatural o monstruoso como un citauca?


Lunes

Como hoy ya es día laborable, hay aglomeración en el centro de Vic. Circunvalo otra vez guiándome por el plano y por el sol (cuando lo tenga a la espalda aparco y me meto a pie en el casc antic) porque quiero tomar un café en la parte antigua antes de marchar. Acabo en un parking subterráneo y seguidamente me interno en los callejones.

Ya de vuelta, Sta. M. sí es el pueblo de mis sueños, todo de piedra, amplio, limpio, monasterio románico con claustro del s. XII y jardincito cuidado alrededor. Hace mucho sol. Desde la única cabina llamo a Pere, que deja un momento su estrés de despacho urbano para trasladarse mentalmente allá y retransmitirme un plano oral. Me aconseja un restaurante que será de mi gusto –dice-, justo a la salida de M., tras una recta y dos curvas. Este hombre es una mina, es como la Lonely Planet pero en amigo. Doy una vuelta por callejones pétreos: una monada, lástima que sea demasiado pequeño para vivir aquí. Tomo un bocadillo en un bar junto a la carretera y ahí se me reúne Condo de nuevo. Concordamos en alabar los lugares donde, aunque sea para un bocadillo, te sirven aceitunas para la espera que tienen algo como de minúsculo parche para la soledad de quien la busca.

Con el último sorbo de cerveza sin alcohol termina la labor investigativa: tras una docena de pueblos, de iglesias y de centros, Condo y yo volvemos, ensimismados, a aquella ciudad de locos que es Barcelona mientras, para mis adentros, le doy la razón, ¿por qué las mujeres nos buscaremos tan lejos?



(1) N. de la A.: Se refiere a “62, modelo para armar” (J. Cortázar)
(2) N. de la A.: "Es esto"

nov-2005

modif nov-2007

modif jun-2009



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