31 agosto 2006

16. El capitán Condo


"..me duele la piel. Estoy en el ojo del huracán. Siento la piel como un frontera, y el mundo exterior como un aplastamiento. La sensación de separación es total"
(M. Houellebecq, "Ampliación del campo de batalla")
  
Entre el puerto antiguo y el nuevo hay unos dos kilómetros. Es un paseo agradable que he preferido terminar en el extremo de la Villa Olímpica. Hace buen día y alargo la caminata un poco más, hasta los amarres donde se balancean los veleros en serena convivencia. A Jorge le gustaría comprar uno aunque fuera de segunda mano. Los miro a paso lento. En uno de ellos un matrimonio cincuentón prepara una travesía, andan de aquí para allá con paquetes y bolsas. Tres o cuatro embarcaciones más allá, un hombre con gorra de capitán trajinea en el suyo. No entiendo mucho de veleros pero ese parece algo viejo. Hará unos diez metros. El hombre se queda de pie en la popa y me mira desde allí.
-¡Condesa! ¡Ven a dar una vuelta! –grita.
No me lo puedo creer.
-¡Pero Condo! ¿también tiene el PER? –me asombro y me acerco a la vez.
-¡Ja ja! ¿Te crees que iba a navegar sin título?
-No lo dirá en serio, a mí el mar me da mucho respeto, ya lo sabe.
-Anda, y a mí. Venga, mujer, que de vez en cuando está bien cambiar de aires. Va, no me seas cobardica.
Para subir ahí hay que poner un pié en esa cosa que se balancea indecisa sobre el agua.
-¿Cómo se entra en esto? Se mueve mucho...
-Espera, antes de subir échame ese cabo, ¿quieres?
-¿Qué cabo?
Condo se ríe e indica. Lo enrollo, se lo tiro, y luego consigo subir con algo de ayuda. Luego él sube el ancla. Cómo huele a mar, aquí. Y, después de todo, es divertido caminar sobre algo así de inestable.
-Esa gorra le sienta estupendamente –bromeo, sentándome en la popa.
-¿Verdad que sí, que estoy guapo? –dice tocándose la visera.
-Guapísimo –concedo, intentando recordar si he visto alguna vez otro capitán con gorra y bermudas-, se parece usted a Bogart en “La Reina de África”. Pero no iremos muy lejos, ¿no?
-Muy lejos no –pone en marcha el motor-, este cacharro tampoco está para muchos trotes.
Miro inquieta alrededor, a todas las partes del cacharro que alcanzo desde mi sitio, y trago saliva mientras zarpamos.
-¿Está diciendo que encima podemos acabar en naufragio? Lo de “La Reina de África” lo decía en broma, hombre...
En ese punto, Condo se pone a recitar, a pleno pulmón:

Cuando salgas en el viaje, hacia Ítaca
desea que el camino sea largo,
pleno de aventuras, pleno de conocimientos...

Parece mentira que en tan pocos momentos la costa pueda verse ya mucho más pequeña. Aún no las tengo todas conmigo, pero confío en que Condo no me dejaría morir ahogada. Está al timón.
-¿No te irás a marear, no? –pregunta desde allí.
-No creo, no.
-¡Estar en el mar es distinto de estar en tierra, condesa! –dice, descubriéndome la penicilina-. Quiero decir que ahí se toca de pies en el suelo, y aquí se flota, ¿me entiendes?
-No me diga.
-¿Qué te da miedo del mar? –pregunta.
-Que preferiría ver qué hay debajo.
-¿Y qué crees que hay debajo? –insiste.
-Yo qué sé, Condo. Pues tiburones, medusas...
-¡Ja ja! ¡Ja ja!
Ya, seguro que ahora está jugando al psicoanálisis silvestre, traduciendo mar por inconsciente y cosas así.
Pero algo malo le ocurre. Se le contrae la cara en una mueca de... Sé de qué se trata. Lo sé de un modo automático, antes de poder pensarlo. Voy hacia él de un salto.
-¡Condo! ¿Qué le ocurre? Es la rodilla, ¿verdad?
Es extraño, su expresión cambia repentinamente a otra que delata contento.
-No es nada –apacigua-, ya te dije que es una herida vieja, de hace mucho tiempo. De hecho hace muy poco que me ha vuelto a molestar.
Tengo la impresión de que es un tema del que no quiere hablar mucho, como si le avergonzara haber hecho muestra de dolor. Parece dudar unos instantes si añadir algo más o no.
-Me temo, condesa, que debo sentarme un rato. Tendrás que coger el timón. O mejor no, pararemos un ratito aquí a ver si esto se calma –dice dándole a un botón del motor y convirtiendo todo en silencio.
La empatía es una opción más desarrollada en unos que en otros, pero eso no se elige. Por desgracia para mí, nací con una exagerada capacidad de empatía, sobre todo con el dolor ajeno. Con el propio también, pero a eso se le llama ser quejica. Una lesión temprana truncó mi futuro como tenista y ahora soy fisioterapeuta, una profesión en la que a veces causo dolor sin desearlo. Pero en este momento mi preocupación se divide en dos: por un lado no me gusta nada estar tan lejos de tierra firme (¿dónde ha ido a parar la costa?), y por otra, me gusta menos aún que el capitán de la embarcación no esté en plenas condiciones.
Condo se ha sentado en uno de los banquillos laterales de la popa.
-¿Sabes esas pelis de investigación policíaca, donde van a la casa del crimen a buscar huellas?
-Sí.
-Ahí donde presuponen una huella que no se vé, esparcen unos polvillos y los reparten sobre la superficie con un pincel. Entonces, casi por arte de magia, ahí donde pasan el pincelito se hace visible la huella.
-Sí.
-Pues con algunas heridas ocurre algo parecido –explica midiendo sus palabras-: no despiertan hasta que alguien las ve.
Sé que está refiriéndose a mí porque recuerdo muy bien aquel día: fue al sentarse en la chaisse longue, en la sala de los misterios eleusinos. Pero, por motivos básicamente intuitivos, el dolor físico en alguien como él no me acaba de encajar. Claro que no ha dicho que le duela, sólo ha hablado de molestia. Pero acaba de hacer otra breve mueca de dolor, como si algo le quemara por dentro. No me gusta verle así, me angustia, me retuerzo los dedos de una mano con los de la otra.
-¡Oh, Condo...! ¿puedo hacer algo?
Su rostro se ilumina con un brillo que me coge desprevenida. Me mira pero no contesta.
-No sé... –aclaro mi pregunta-, ¿no tiene usted aquí algún medicamento para estos casos? No sé, algo...
¿Me habrá oído? Aquella luminosidad sigue ahí, es casi como una sonrisa sin serlo.
-Es posible –contesta al fín-. ¿Puedes mirar tú misma por ahí dentro? Creo que tengo una especie de botiquín. Debajo de un asiento de ahí dentro verás una portezuela.
Mientras voy a mirar, el capitán se acomoda mejor y por ello me pierdo un aire de triunfo que es mejor que me pierda porque tampoco habría manera de describirlo, pues hay pensamientos asociados a todas las palabras inventadas pero no hay palabras para todos los pensamientos.
El armario está lleno de objetos variados amontonados en desorden.
-¿Es esto? –digo, enseñándole un tubo de pomada homeopática que lleva árnica.
-Algo hará –dice, extendiendo un brazo mientras contiene otra vez esa mueca ininterpretable que queda entre el dolor y la felicidad.
-Deje, deje, ya lo hago yo –se adelanta mi vicio profesional-. Estire la pierna aquí encima, así, vale.
En los años que llevo en esto, nunca había sentido tanta responsabilidad ante una rodilla ajena. Lo cierto es que tampoco me había encontrado antes con un caso tan anacrónico, me digo a modo de argumento. Pero ese argumento no acaba de funcionar mientras extiendo una cantidad de pomada sobre la rótula y alrededores intentando pensar en otra cosa, diciéndome que poner un antiinflamatorio en una pierna como esta no tiene nada en absoluto de anormal.
Nos pasamos media vida intentando construir una identidad que nos distinga de los demás, que nos afiance en la seguridad de que nuestro yo es más que una palabra, que es algo que nos separa del y del ustedes. Parecería que el continente material de la identidad fuera la piel, un envoltorio de lo privado, nuestra frontera con el universo a juzgar por el efecto que produce tocarse, sobre todo aquí en occidente. Lo percibo cada día en el centro de rehabilitación, en los estiramientos pasivos, los reconocimientos de articulaciones hinchadas, los masajes de contracturas deportivas. Hay un no sé qué de respingo leve en las pieles, tan leve que es casi imperceptible, aflojado desde luego por lo aséptico de la sanidad: pieles que se dejarán acariciar por la noche sin remilgos, pero que, aún así, por culpa de nuestra racionalidad tardan un tiempo variable en abandonarse al contacto, atrincheradas tras el pudor en que han sido educadas.
Y el sentido del tacto... A primera vista parece un sentido como los demás y nos conecta con el exterior, y, sin embargo, mientras la vista o el oído lo hacen mediante ondas que son recogidas y traducidas en objetos, percepciones inmateriales, volátiles, la piel toca, choca, aprieta, roza o se penetra sirviéndose –quizá aquí está la cuestión- de la condición más tosca de nuestra estructura, la material, recordándonos cruelmente que, además de ondas decodificables, somos también carne, carne fresca, emocional, carne sensitiva. La piel es, en definitiva, nuestro límite con el mundo: de la piel hacia dentro se halla arropada nuestra identidad; de ella hacia fuera, en cambio, reina todo lo demás, y quizá por esto el contacto nos hace saltar la alarma: tenemos un miedo irracional de que la frontera sea desactivada, de confundirnos con el resto o con el otro si la piel es violada, presionada más allá de la caricia, igual que para metemos en el mar debemos atravesar su engañosa superficie. Más adentro de la piel estamos resguardados nosotros, lo inaccesible, eso que hay que proteger a toda costa como a un polluelo prematuro porque la piel vendría a ser también como el cascarón del huevo, algo frágil que puede romperse. Por eso tocarse tiene algo de tabú, pienso, y es por miedo de cruzar la frontera con la inmensidad.
Mientras pensaba todo esto cae sobre mí el repentino peso de una losa, algo que llevaba instalado aquí desde que Condo ha apagado el motor pero que no había percibido hasta ahora: el silencio, un silencio que se balancea sobre la superficie de unas olas casi inertes, mecidas por una brisa levísima. Reparto bien el ungüento sin atreverme a mirar más que la rodilla. Si lo hiciera, vería allá arriba, con ese silencio azul turquesa por fondo, una cara de ojos cerrados en la que se adivina un matiz de alivio que trasciende al puramente físico, un alivio que arrastra consigo al presente más allá de la piel.
-¿No me va a explicar cómo se lo hizo? –pregunto al herido, cambiando de tema conmigo misma.
-Nada, una tontería, un accidente tonto –resume él-. Una cantidad ínfima de una sustancia muy tóxica se quedó ahí dentro. No tiene importancia, sólo que se ha vuelto a inflamar.
Masajeo despacio los últimos restos de pomada con todos los dedos, deseando que penetre pronto la piel y haga algo allá dentro, lo que sea pero algo. Algo que se imponga a este silencio. Condo no se pierde ahora detalle, como si el cosmos entero estuviera concentrado en su rodilla, o en mi mano, y quisiera devorarlo con la vista. Ahora sí le miro, pero creo que ni siquiera se da cuenta porque parece completamente absorto, como hipnotizado, en esta improvisada cura. Durante unos instantes me quedo tan absorta como él: nunca había detectado nada en su rostro tan parecido al goce. Un cocktail con demasiadas novedades para un solo trago, un mareo de miel, un...
-Bueno, creo que ya está –digo, terminando un poco abruptamente y cerrando el tubo.
-Nos quedaremos aquí un rato, si te parece –dice Condo.
A un enfermo no se le contradice, así que accedo.
-Como quiera. ¿No habrá traído por casualidad una cerveza?
-Naturalmente –contesta su hoyuelo.
De repente me asalta una inquietud y me aterrorizo.
-Condo.
-¿Qué?
-Oiga... Esta vez no irá a desaparecer aquí, sin avisar, y dejarme sola en alta mar, ¿verdad? No sé nadar.
-Mujer, la duda ofende –tranquiliza.
Abro dos latas y le acerco una, pues sigue con la pierna mala -la izquierda- estirada sobre el banco. Da un trago y se seca el bigote con el dorso de un dedo. Luego se mira la rodilla.
-Tienes buenas manos –dice.
-Gracias.
-No, en serio, se nota que a tí esto de curar te va mucho, aunque no deberías perder de vista una verdad esencial.
-¿Cuál?
-Que mucha gente no desea curarse, por más que tú hagas.
Tiene razón en que me niego a aceptar este hecho evidente. He observado con frecuencia un aire que recuerda a la íntima satisfacción en pacientes que llegaban al centro en muletas, en el modo en que se cuentan unos a otros todos los detalles de sus lesiones y las intervenciones, en las camillas de la sala de fisio donde día a día acaban haciéndose casi amigos. O en mi abuela, que me recita todos sus males como si fueran medallas a venerar. Parece paradójico pero es así.
-¿Por qué es así?
-Oh, las razones son complejas –explica Condo- pero, para simplificártelo, existe un fenómeno muy extendido llamado victimismo, no sé si lo sabes.
-Creo que sí.
-Pues lo que se cree no es más que una creencia –censura él con buenos modos-. Deberías mejor basarte en estadísticas reales, fijarte en qué compensaciones reciben algunos enfermos, estudiar a nivel de detalle qué cambios se producen en sus vidas.
-¿Compensaciones? ¿Estadísticas?
-La enfermedad es una etiqueta que a la más mínima se pegotea al ser más profundo –Condo da otro breve trago a la lata y se queda mirando hacia el horizonte.
Pienso en personas que he conocido que, en cuanto pueden, te dicen “yo soy fibromiálgica” o “yo soy diabético”, como si eso fuera una profesión.
-Sí -concuerda el capitán Condo-. Le etiqueta parasita de tal modo que acaba confundiéndose con la identidad. Por supuesto que no hablo de todos los casos, pero esa condición de falta de salud a veces deriva también en beneficios, ya sean sociales, familiares o de otro tipo.
-¿Cómo cuáles?
-Tú misma, por ejemplo –ejemplifica Condo-, de pequeña alguna vez no habías fingido que te dolía la tripa para no ir al colegio?
Intento recordar.
-Sí.
-¿Sentías verdadero dolor?
-Intentaba convencerme de que lo sentía –reconozco.
-Pues ya tienes un ejemplo muy simple.
-Póngame otro ejemplo –pido, para estar segura.
Condo piensa durante breves instantes.
-Tienes muchos alrededor, piensa en algún matrimonio que haya caído en la rutina amigable, hijos rondando los veinte y ella con alguna enfermedad de esas en que los médicos “no le encuentran nada”.
Menchu y Daniel correspondían a esa descripción aunque el niño era algo más pequeño.
-Ajá -digo con la boca cerrada.
-Él probablemente tenga una amante, o líos esporádicos.
-¿Está seguro de que eso tiene que ver con la enfermedad?
-Por supuesto que no en todos los casos, no. Líbreme Dios de decir tal cosa, pero ¿por qué no le encuentran nada a tu conocida? Te lo diré: porque su enfermedad es una enfermedad, digamos, del alma.
-Psicosomática -digo.
-El nombre es lo de menos, pero, como ya sabrás, se está redescubriendo el vínculo entre lo emocional y lo orgánico. Digo redescubriendo porque hace varios siglos que esto se sabe, sólo que la humanidad ha pasado por un largo período de amnesia.
Pienso y asiento, imaginando el caso en mis amigos. De hecho Menchu acaba de ser diagnosticada de fibromialgia, y estoy segura que nunca ha querido saber nada sobre la secre de Daniel. Condo se ha quitado la gorra blanca y la ha dejado sobre el banco.
-Suponiendo que tenga razón, ¿qué se hace en esos casos, cuando les conviene estar enfermos?
-Nada, dejarles que decidan ellos. Hazme caso: no quieras salvar al mundo entero, salva sólo a aquellos que estén dispuestos a pagar el peaje –Esto lo ha dicho mirándome fijamente.
-¿Y cómo se les distingue? –me gustaría saber.
Mira brevemente su rodilla; luego incorpora bruscamente su espalda del asiento y se inclina hacia mí, tanto que me asusta. Entonces apoya su dedo índice entre mis cejas y dice:
-Confía más en tu intuición, condesa, en tu hemisferio derecho.
¿Y él? ¿Desea Condo curarse de la rodilla? Mi intuición dice que no, pero algo debe fallar porque -y de eso no tengo duda alguna- él no es desde luego un victimista. Mi sexto sentido dice algo más incongruente aún: que, por alguna razón que no alcanzo a comprender, le alegra que esa herida misteriosa haya despertado.
Me siento apoyando el estómago en el respaldo, mirando hacia el mar. Intento ver más abajo de la superficie tranquila. Está tan transparente que si viniera algún tiburón le vería, pienso absurdamente. Pero no hay. Es más: dan ganas de tirarse ahí dentro, de bucear... Condo acaba de conectar la telepatía, parece.
-Parece que le estás perdiendo el miedo –dice.
-No sé, quizá... –digo sin dejar de mirar hacia abajo-. Tiene algo que atrae. Nunca lo había visto así, no sé.
-Y ahora la condesa se daría un chapuzón, pero no puedo darte ese capricho. Hoy no, eso aún no toca.
Sonrío para admitir que me ha pillado, y con él no vale fingir.
-Pero ya estoy mucho mejor –dice levantándose súbitamente- así que tripulación, prepárense para zarpar: volvemos a Itaca.
Vuelve al timón y se pone a declamar otra vez a los cuatro vientos:

Desea que el camino sea largo.
Que sean muchas las mañanas estivales
en que con cuánta dicha, con cuánta alegría,
entres a puertos nunca vistos...


Cuando volvemos a puerto se está poniendo el sol sobre la ciudad. ¿Dónde se habrá quedado la tarde, que no la he visto marcharse?
(FIN)
ago-06
modif nov-2007

1 comentario:

Anónimo dijo...

Genial! me ha encantado!