23 julio 2007

18. Condo y los tres amores

Últimamente no voy mucho al cine, y cuando lo hago sólo veo películas de aquellas en las que nunca hay cola y que duran pocos días. Algunas son argentinas, como esta de ahora, que trata el tema de la pareja con un humor fino y descarnado.

Al salir del cine pienso que el amor no existe, que es un invento post-industrial, como dice mi amiga Carmen que vivió la época de Corín Tellado. Que solemos confundir el querer a alguien con el necesitarle. ¿Me necesita Jorge? ¿Y yo a él? Pero en caso de que exista habría de varios tipos, he pensado algunas veces en ello en mi manía crónica de clasificar. Me paro en medio del paseo peatonal para sacar el tabaco del bolso y una mano surgida de la nada ofrece fuego. Es Condo, ¿quién, sino?

-¡Hola! ¿Qué tal la peli? –pregunta, y luego acompaña mis pasos por el bulevard.

-Bueno, ya sabe, eso del amor es un tema trillado –digo con la primera bocanada, mientras me pregunto por qué no me ha acabado de gustar.

-Yo prefiero las del Oeste y las de piratas.

-Usted nació niño, le vestirían de azul –bromeo.

-El amor es un don, condesa, un regalo.

-Ya, justamente me lo estaba preguntando. No, mire, Condo, creo que ya lo tengo: en realidad el amor se puede clasificar en tres categorías.

Él sonríe con media boca y medio bigote mientras nos acercamos sin prisa a un banco de madera.

-Vaya ¿habemus teoría nueva? –pregunta, dejándose caer.

-Verá –tomo aire, una vez instalados-, pero todo esto suponiendo que sí existiera, claro: primero estaría el amor así, a secas, en minúscula, aquel donde las graciosas pequitas acaban siendo repugnantes verrugas, el amor-cuento, el de plástico, ya sabe.

-Oh, ese es muy hermoso –ironiza Condomina-, provee de gruesos chorros de serotonina, dopamina y esas cosas.

-Al principio sí, pero luego ya sabemos qué ocurre.

-Por cierto –pregunta mi interlocutor- ¿qué tal Jorge?

-Bien, un poco cansado de Miami, dice que es una ciudad de viejos. Y que me echa de menos.

-Ese amor hay que currárselo, condesa –añade.

-Se lo diré de su parte –contesto ágilmente antes de seguir- pero déjeme continuar, ¿quiere? En otro nivel –continúo- estaría el Amor con mayúscula; ese es distinto aunque sigue siendo à deux: en este no se pide, ni se juzga ni se pretende cambiar al otro; el amor-espejo, desatado del yugo de las hormonas, de los celos, del sudor.

-Eso es, casi casi, un amor apofánico –apunta Condo, acomodándose mejor las gafas y mirando distraídamente a los paseantes.

-¿Qué es el apofánico? –le pregunto a Condo, que parece que va a suspirar pero se reprime.

-Aquel que hace renacer –explica mirándome tan fijamente que me cohibe-... el que lo resitúa todo en su justa dimensión... el que alimenta no al ego sino al Ser en su dimensión más profunda, como el que...

-Ah –interrumpo, porque de todos modos Condo se había quedado colgado ahí.

Intento retomar el hilo, quiero terminar lo que estaba diciendo antes de olvidarme.

-En fín, hasta aquí hablamos de dos, aún limitados por su respectiva discontinuidad, que diría usted.

-Yoidad –modifica.

-Como prefiera. En estas dos categorías nos hallamos aún, pues, enfangados por la yoidad, limitados por ella como un pájaro enjau... ¿Me está escuchando, Condo?

-Ajá –dice, siguiendo con la vista a una parejita de quiceañeros que pasan ante el banco compaginando su lento caminar con un interminable beso.

-Ahh, el amor está dejando de ser una creencia para convertirse en una opinión... -suspira como hablando para sí mismo.

-¿Perdón?

-No, nada -dice, también como hablando para sí-, que estaba pensando yo ahora que las parejas de ahora están cambiando hasta las expectativas. Ahora no es como antes, ahora se fundan en un estatuto de disolución autoprofética, ya no se piden pruebas de consistente realidad, la certeza ha dejado de ser necesaria. La gente de ahora aprovecha las relaciones como asistencia mútua y para compartir gastos y viajes... Dentro de un tiempo la imaginación humana se habrá zafado para siempre de esa bella carga dramática que parecía ir enroscada a aquel amor para siempre que nos habían enseñado.

-Creo que le comprendo... Bueno, ¿me pregunta por el tercer tipo de amor?

-Todo oídos –dice, recostándose cómodamente en el respaldo.

-Ah –rebobino-, olvidé decir que en la segunda categoría incluyo el amor de madre, ya sabe.

-Bueno –accede Condo-, aunque... Nada, luego. Sigue con tu teoría de los tres amores, hale.

-En cuanto al tercero... ese otro se escribe todo con mayúsculas porque trasciende los límites del yo –proclamo, ufana.

-Hum –dice Condomina, pellizcándose con dos dedos unos pelos del bigote.

-Lo cierto es que esa cosa que podríamos denominar AMOR tiene algo que ver con lo que usted llama arrobamientos.

Da gusto tener una jerga con la que entenderse tan fácil.

-¿En qué? –pregunta.

-Pues –ésta es fácil- que suele ser concomitante a aquellos. Florece de ellos, por decirlo así.

-¿Ah, sí? –dice él con aire pensativo-. Ojo con derramar tanto amor por ahí, condesa, porque cualquier día puedes tener un disgusto.

-¿Por qué dice esto?

-Porque tú eres un cúmulo de amor desaprovechado aunque lo ignoras –aclara.

-Hombre, de disgustos ya he tenido, como todo el mundo. Pero hágame el favor y déjeme acabar, ¿vale?

Asiente.

-En ese estado se ama a todo, quiero decir todo lo que existe. Sólo porque existe, por encima o por debajo de la condición de humano... No niego que sea un estado subjetivo, que sí lo es, pero es otra cosa, otro rollo. Allá no hay límite –remato, entusiasmada.

“Casi siempre hay un límite”, piensa Condo sin que yo lo sepa. En lugar de esto, dice:

-Ya, a Santa Teresa también le ocurría.

Ya estamos otra vez.

-Y a los espectadores de un concierto de Iron Maiden también, no te fastidia –digo, algo molesta.

-Mujer, si me sales con el amor místico ¿qué quieres que haga? –se defiende Condo pacíficamente.

-¿No se llamaba apofánico?

-Ese era el anterior –aclara con paciencia casi paternal.

-Ah, es verdad –me disculpo-, es que me lía usted.

-Y el amor maternal que decías antes es otra cosa, ese no entra ni con calzador en esta teoría tan tranquilizadora.

-Hombre –protesto-, no me dirá ahora que el amor más altruista no es el de una madre hacia sus cachorros.

-Pues sí, te lo digo.

-¿En serio? –me asombro-. Yo creía que era así, aunque fuera por eso del instinto de conservación y demás.

-Tú lo has dicho: instinto –corta Condo-. Se trata del arcaico instinto de supervivencia del grupo, contrapuesto al de la supervivencia individual, aproximadamente igual de arcaico que el otro. En todas las especies hay un programa primigenio que...

-¿Una especie de software?

-Más o menos –concede-, aunque deberías saber que el paralelismo entre mente y ordenador ya está algo demodé. Pero sí, la escala de prioridades parece regida por una pauta cósmica ineludible, sobre todo en las hembras de las especies que optan por la reproducción sexual para perpetuarse. Esas hembras, querida condesa, no cuidan de sus crías por sacrificio sino por inversión, pues en sus polluelos o cachorros van invertidos nada menos que el cincuenta por ciento de sus propios genes, los cuales, sabiamente combinados con otros, perpetuarán su especie, que de eso se trata...

Cuánto sabe. Como casi siempre, me bebo todas sus palabras cual esponja sedienta. Y, a pesar de que siempre que le escucho me concentro en sus facciones, hasta hoy no me había dado cuenta de que me recuerda a George Harrison en versión madura.

-...de manera que si le quieres llamar amor maternal a eso eres muy libre –está diciendo Condo-. Pero ese "instinto maternal", además, procede de la agresión, algo que dicho así en crudo te sonará a herejía, pero en realidad agresión, sexualidad, procreación y cuidado de las crías son automatismos absolutamente programados por esa inteligencia sin cerebro que son los genes, que utilizan vilmente los cuerpos para su propia y egoista continuidad.

Si es así, me asalta una duda.

-¿Y los que no nos reproducimos?

-Eso es harina de otro costal: una especie de transgresión al programa primigenio, como lo puede ser la homosexualidad o cualquier otra forma de sexualidad no reproductiva.

-¿Nos saltamos el software, como los hackers? –pregunto.

-Algunas subrutinas de él, si insistes en el paralelismo. Por eso esas cosas no están bien vistas –asegura.

-Tiene toda la razón: a mi edad hay que ir por la calle del brazo de un hombre y acompañada de dos retoños. La sociedad sigue sin perdonar a las solteronas...

-Lo cierto es que, por esto y por otros motivos, tú también eres un poco disidente, sobre todo teniendo en cuenta que eres mujer –dice eludiendo un tono machista-, pues habrás observado que los hijos son la excusa de muchas madres humanas para no hacer en la vida nada que valga la pena. Por cierto –añade-, siento desilusionarte pero esa teoría tuya de los tres amores ya la ha pensado alguien antes que tú.

-No fastidie. ¿Quién?

Siempre fastidia un poco que uno tenga una idea brillante y otro se le haya adelantado, cosa que me ocurrió también de pequeña cuando inventé –sí, yo- la bayoneta.

-Alguien bastante conocido en el mundillo, pero no has oído hablar de él[1]. La cuestión es que has desgranado esa clasificación ternaria de un modo curiosamente parecido.

-Tenía que ser así, Condo –pienso en voz alta-, porque he comenzado a cansarme de lo binario, de los ceros y unos. Tiene que haber otra salida, otra perspectiva. Quiero decir como en el cuento donde a aquella araña que sólo conoce su mundo bidimensional, la mosca que vuela no se le hace visible hasta que se posa en el suelo, hasta que aterriza en su única dimensión conocida.

“Una esperanza” piensa Condo, pero en lugar de eso, dice:

-Pues sí, con ligeras variaciones vienes a decir lo mismo.

-Y ese otro a quien no conozco ¿cómo lo explica?

-Parecido, ya te digo, sólo que algo más elaborado. Él opina que el primer tipo de amor es aquel que está vinculado con la sexualidad. El segundo añade el concepto de benevolencia, el amor caritativo. Algunos freudianos consideran que la líbido se inmiscuye en todas partes como un gas pero, según ese científico, ese segundo tipo de sentimiento estaría libre de lo erótico.

-¿Y el tercero? –pregunto impaciente.

-Ese sería un tipo de amor que se despliega más bien hacia las ideas o a lo ideal, a todo lo que posee un valor por sí mismo, el amor subyacente también en la amistad pura y dura, la sublimación del erotismo...

-¿Erotismo aquí también?

Condo suspira discretamente.

-He dicho sublimación del erotismo –puntualiza-, el cual, a su vez, viene a ser una sublimación de la sexualidad, o sea, una sublimación retorcida sobre sí misma, al cuadrado. En palabras más comprensibles: el amor-aprecio exaltado en la admiración, el amor a lo grande, a lo divino... A lo trascendente, en definitiva.

Es ahí, en ese punto, al oirle hablar de admiración, de sublimación, de trascendencia, cuando algo me obliga a reconocer que no somos uno solo. Hay algo más ahí, dormido como un volcán inactivo, que de vez en cuando levanta tímidamente la mano pidiendo permiso para hablar. La mayoría de veces ni siquiera sabemos que tiene voz.

-La clave de esta supuesta trinidad –continúa Condo- es que aparece como un personaje extra, un actor invitado.

-¿Se refiere a que pasamos del yin y el yang?

-Me refiero a que en esa teoría vuestra de los tres amores el tercero es realmente muy poco habitual.

Es indiscutible que está en lo cierto. Eso de ahí dentro patalea otra vez con furia pero lo acallo concentrándome en lo siguiente:

-Fíjate en esto otro: en la antigua astrología, por ejemplo, el Sol corresponde al número uno, la energía creadora, centrífuga, el principio masculino, el que da; la Luna al dos, la energía que nutre, femenina y centrípeta, la que recibe. Si lo prefieres, el padre y la madre, el animus y el anima.

-¿También es usted astrólogo? –me sorprendo.

-Ya no, eso fue hace mucho tiempo.

¿Qué pinta tendría en el Renacimiento? ¿también llevaría bigote? ¿sería también alquimista?

-De acuerdo, ¿y el tres?

-Mercurio, o sea Hermes, el que une a unos y otros volando de aquí para allá con sus mensajes. Hermes el hermafrodita, otro transgresor sexual por cierto.

-¡Y Hermes Trismegisto! –recuerdo de pronto-. ¡Tres veces grande! ¿Hermes vendría a ser el hijo?

-En efecto: el fruto alquímico, la cristalización, aunque yo lo veo más como un salto de nivel, una salida ingeniosa de la trampa dual, podría ser un primer estadio del escape hacia arriba. Podría, sólo.

-¿Usted no lo cree?

-Lo que yo creo –se explica Condo, levantándose el cuello de la chaqueta contra un frío aire otoñal- es que la superación de la dualidad no consiste en añadir algo más al entramado, sino en ir más allá de ella por otro camino que no es necesariamente la adición. Quiero decir que la evolución no opera por sustitución de los viejos principios, sino por aposición: lo nuevo sobre lo antiguo, una remodelación de lo ya sabido, del prejuicio. Es cierto que casi todo se puede clasificar, pero en la metáfora mitológica que te he puesto, por ejemplo, si te fijas bien los polos opuestos no son superados añadiendo algo más, sino uniéndolos mediante mensajes, hilos invisibles.

Me quedo ensimismada mientras se abren portezuelas interiores, pensando en todo esto pero a la vez en eso otro que quería decir algo hace unos momentos. Era algo relativo a la admiración, al amor a lo ideal y lo divino, algo informe que exigía una atención que no he querido prestar. ¿Admiraba a Condo y hasta ahora no me daba cuenta de cuánto? ¿Acaso le amaba como Teresa de Ávila amaba a Dios? ¿Se trataba quizá de un instinto maternal proyectado donde no debía? Por primera vez me doy cuenta de cuánto le echaría de menos si no estuviera.

-¿Y a mí? –pregunta, trayéndome de nuevo a la realidad.

Me había distraído, parece estar preparando una broma de las suyas.

-¿A usted..?

-Si me admiras, me amas, o me aprecias, ¡ja ja! –dice.

Hay una parte de nosotros que es fiel por naturaleza a nuestra verdad única y que conoce más de ella que nosotros mismos. Duerme su aparente letargo en la oscuridad, pero no perdona cuando se perturba su sueño cosquilleándola con una palabra que actúa como resorte. Imagino que duerme acurrucada en el corazón porque, cuando despierta, éste suele acelerarse, y eso suele ocurrir cuando mentimos, ya sea a los demás o a nosotros mismos, ya sea activamente o por omisión.

Condo, ignoro si a propósito o no, acaba de meterme –maquiavélicamente, aunque parezca un niño que jamás rompió un plato- en una encerrona semántica cuya clave está en el hecho de que cualquier respuesta posible lleva consigo el compromiso de ayudarle a lo que más desea: ser mortal. Y a mí jamás me han gustado los compromisos. Consulto brevemente su mirada, que confirma con un cansancio de mil años que lo que más desea es dejar su condición aunque, paradójicamente, vivir signifique también poder morir. Morir de veras. Admitir sentimientos más allá de lo adocenado sería, pues, una condición para traerle de nuestro lado, pero también para poner fecha de caducidad a estos encuentros, una posibilidad a la que algo en mi interior grita un alarido de negación, hecha como estaba a la idea de que Condo era eterno.

-A usted le gustaría ser como nosotros, ¿verdad?

Condo sonríe un poco amargamente.

-Siempre se desea lo que no se tiene –dice-, ya te lo dije hace tiempo. En Amsterdam si no recuerdo mal.

Un deseo primordial, vibrante, se hace espacio a codazos en mi interior, un deseo que no es genuinamente mío, como si no me perteneciera del todo. Quisiera decirle a Condo que no estaba preparada para una paradoja tan cruel pero, a pesar de ello, que cuente conmigo.

Un sentimiento desconocido se germina entonces a sí mismo en algún lugar dentro de mí y, con el poderío autónomo de un ser vivo y sin que yo pueda hacer nada por evitarlo, toma cuerpo, revuelve mis entrañas sin compasión buscando una palabra, y al encontrarla se encarna en ella.

Su palabra es “incondicional” y su elemento el fuego.

En medio de la espiral de la que surgió el mundo, la palabra se convierte en flecha y se lanza, sin importar nada más, por el camino más corto hacia los ojos de Condo del único modo en que una flecha puede ser disparada en busca de lo verdadero: cruzando a su salida todas mis capas, dejándolas bellamente desgarradas y sangrantes. Aquel deseo, ahora lo veo, no era mío porque era de él: venía buscando su palabra y, tras arrancarla de mí, vuelve a él, a su origen. Apenas ser lanzada todo deviene vertiginosamente simple: no había categorías, no las hay, todo era una trampa de la mente: todo es lo mismo.

La serenidad que otorga lo sencillo ahoga mi último resto de orgullo:

-Acabo de cambiar de opinión, Condo.

-Vaya –hace como que se asombra-. ¿Y eso?

-Estaba equivocada: no hay tres formas de amar, ni dieciocho. Sólo hay una. Pero se me ha hecho tarde, me cerrarán el supermercado.

-¿Te has quedado sin berberechos? –reacciona ágilmente Condo, lanzando lejos su colilla.

-No –respondo levantándome-, me voy a por un Muga, tengo algo que celebrar.

A los pocos pasos me vuelvo hacia él y me fijo otra vez:

-¿Sabe una cosa? Tiene usted una retirada a George Harrison.

-¡Ja ja! Eres tan tierna, no cambiarás, ¡ja ja!

Aún se está riendo cuando su imagen se desvanece en el banco, así, tal como estaba.

(FIN)

ago-2006
modif. nov-2007

[1] N. de la A.: Se refiere a Claudio Naranjo.