21 marzo 2006

0. INTRODUCCION A LA SERIE

Nunca podré saber hasta qué punto nosotros, y sólo nosotros, escribimos nuestro propio destino, esta vida nuestra, tan absurda según se mire. Incluso si fuera así y fuéramos los escribanos absolutos de nuestra trayectoria individual, quedaria indescifrado el vacío concerniente a los hilos que tejen, destejen y entrecruzan nuestra subjetividad con la de los demás.
Ni siquiera ahora, tantos años después de todo aquello, puedo alcanzar a adivinar quién escribía y quién se dejaba escribir. Todos participaron a su modo, todos constituyeron un sector del hilo, una pieza del puzzle.
Por aquel entonces yo estaba convencida de que el destino es un árbol de mil ramas, cada una de las cuales se bifurca a su vez en otras mil: que había, por tanto, miles de miles de miles de finales posibles, lejanos, en contacto directo con el cielo, y que nuestra vida acabaría en uno y sólo uno de ellos debido a que hemos ido eligiendo, sí, pero sobre todo también descartando novecientas noventa y nueve posibilidades en cada una de nuestras pequeñas y grandes decisiones. Me abrumaba pensar que no solemos ser conscientes de la relevancia de la mayoría de ellas, de nuestros imperceptibles cruces de carreteras, de virajes, elecciones, encuentros y desencuentros aparentemente azarosos; que indiscutiblemente descartamos más que elegimos; y que ese descarte era decisivo para conducirnos por uno u otro camino, un camino único, hasta el final de la rama, un final también único, personal y exclusivo. Es por ello que el “sentido de nuestra vida” -pensaba entonces- quizá sólo podía encontrarse mirando hacia atrás: sólo desde la rama siguiente podíamos encajar en nuestro puzzle particular el haber elegido aquella y no otra. En caso de que fuera así, sería sólo entonces cuando todo parece adquirir, repentina y lúcidamente, ese sentido que pretendíamos comprender desde demasiado abajo, desde demasiado antes.
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Aunque la apariencia de Condo no delataba nada fuera de lo común (un hombre como muchos, delgado, ni rubio ni moreno, finísimas pinceladas gris en las sienes que encajaban a la perfección con su edad indefinida), en cambio su naturaleza sí lo era. De eso no tuve nunca ninguna duda, ni siquiera al principio. Lo que más fuera de lo común era en su naturaleza era el tratamiento del tiempo. No sólo cómo lo trataba él, sino, sobre todo, cómo lo trataba el tiempo a él. En realidad, más que vivir en el tiempo parecía flotar en él. Parecían tener una relación secreta e incomprensible para los demás. Qué difícil resulta esto de explicar, incluso ahora. El tiempo parecía un corcel indómito que hubiera accedido a obedecerle sólo a él. Sólo así se podía digerir mínimamente algunas de las cosas más incomprensibles que sucedían, pero, gradualmente, la importancia de esta característica tan particular fue disminuyendo a mis ojos, enterrada por los sucesos al igual que otras; simplemente me acostumbré.
No conserva mi memoria nada de los primeros encuentros con Condo. Como si no hubieran existido, o como si aquella extraña relación no hubiera tenido principio alguno. Como si siempre le hubiera llamado “Condo” en vez de por su apellido, Condomina, que me parecía demasiado largo. Él a mí me llamaba “condesa”, al principio para hacerme rabiar y luego por hábito. Qué difíciles son muchos hábitos de extirpar, sobre todo cuando son inocuos y agradables, pero los inicios de aquéllos también me son imposibles de evocar, se han difuminado en el fondo de mi olvido.
Condo tenía un hermano cinco años menor que él, un médico que trabajaba en la Seguridad Social. Pero casi nunca le mencionaba, hasta el punto de que llegué a dudar que ese hermano existiera verdaderamente, o de que fueran realmente hermanos. De hecho, había crecido en un hogar de esos en los que la profesión y la tradición familiar van tan unidas que es casi imposible no respirarlas al mismo ritmo en que vamos creciendo. Hay familias de abogados, de mineros o de empresarios, y la suya tenía olor a medicina, pues su padre -por entonces ya retirado- había sido un psiquiatra muy conocido en el país. Debió ser uno de esos personajes tan adictos a su cargo que, con motivo de viajes incesantes de un lado a otro dando conferencias y asistiendo a congresos internacionales, olvidan ejercer de padres. Condo era una oveja negra en este sentido, pues había escogido el arte contra los cánones familiares. Siempre tuve la sospecha de que se había aprendido de memoria todos los tomos de la extensa biblioteca familiar. Le imaginaba, además, haciéndolo de noche, a escondidas de todos. Pero nunca se lo pregunté: había cosas para las que nunca hubo un momento adecuado para preguntar. O no eran realmente importantes.
Al principio -pero este es también un recuerdo muy vago y borroso- me sorprendían los modos en que nos encontrábamos, casi siempre en lugares y situaciones totalmente inesperados (excepto algún viaje, por ejemplo aquel a Austria). También, en algún momento, debí de habituarme al hecho de que apareciera y desapareciera casi siempre a su antojo, o a un extraño poder que le permitía, con frecuencia, no ser visto por los demás.
Lo seguro era que no tenía amigos. Quizá nos lleváramos tan bien desde el principio porque tampoco yo los tenía. En su caso, la razón de esa carencia la fui comprendiendo con el tiempo.
Siempre estuve segura de que no era un humano tal como lo entendemos nosotros. Sin embargo, tenía achaques sumamente humanos, como rinitis o colon irritable. “¡Ja ja! ¡Es que, si no tuviera esos achaques, entonces ya sería perfecto, condesa!” dijo una vez, haciéndome reir con una risa lúcida, una risa que hacía estallar en algún lugar de mi interior la comprensión de que, realmente, la importancia de muchas cosas es totalmente relativa y, sobre todo y por encima de todo, subjetiva.
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Ahora es fácil pretender haber comprendido entonces que Condo formó parte de mí misma en aquel tiempo, pero entonces no me daba cuenta. Como dice el Tao, "el ojo no puede verse a sí mismo". Ha dejado de preocuparme el árbol de las mil ramas porque estoy demasiado ocupada trepando por ellas, eligiendo a cada momento entre las pocas que nos dan a elegir. Me limito a intentar comprender que él debía morir para que me fuera dado renacer y seguir trepando por ellas, trepando, trepando...



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