21 marzo 2006

5. Condo, ausente en el Requiem

El sol reverbera en el aire salado de la mañana. En la arena, a unos metros de mis pasos, una solitaria mujer obesa toma el sol en falda y sujetador. La ciudad desde esta orilla parece una realidad cuántica, algo sumamente desconectado del contacto entre mis pies y la arena húmeda. Camino muy lentamente con los zapatos en la mano, echo una mirada a la bici, atada junto a un chiringuito, respiro sal. Cuando la he dejado ahí hace un rato, un camarero de largas y finas patillas estaba desplegando las sillas sobre la tarima. Sí, un cortado, me digo dirigiéndome allá. A medida que me aproximo, diviso sentado a un único cliente: es Condomina. Me acerco hasta su mesa, aún resentida.
-¿Dando un paseíto? –pregunta.
-¿Qué tal, Condo? –respondo un poco secamente, sentándome en una silla de aluminio. Él se gira y pide al camarero para mí un cortado con leche fría. Observo que el suyo está apenas comenzado.
Miramos ambos hacia la orilla a la espera del cortado, como espectadores ante una pantalla de cine gigante. El tiempo se encalla unos instantes, todo está tranquilo y, además, hay veces en que no me apetece contarle nada. Y menos hoy. No estoy de muy buen humor, es por el Requiem de ayer. Se preveía un arrobamiento y dijo que vendría pero con él –ya lo he dicho otras veces- nunca se sabe. Suena en la radio Time After Time, de Cindy Lauper.
-Hacía siglos que no oía esta canción –pienso en voz alta.
-Creía que preferías a Mozart –ironiza Condo, indicando que recuerda perfectamente.
-Depende del día. Ayer me dejó usted sola allí –reprocho al fín en un tono del que no tenga que arrepentirme.
El camarero deja el cortado enfrente de mí. Un joven pasea por la orilla, a lo lejos; su perro corretea cerca de él. Me reprimo el deseo de preguntar por qué me dejó sola en aquello, por qué no vino finalmente, reprimo deseos de reprochar más intensamente. Pero quizá lo hizo a propósito, para que me curta, vaya usted a saber. Pregunta si el concierto estuvo bien. ¿Bien?
-Claro que estuvo bien –contesto-, sólo que... –Debería ordenar tantas ideas confusas. El sol me da en plena cara y amenaza con derretirlas.
-Bueno, me ocurrió... –ahora debo reprimir un nudo en la garganta que amenaza con convertirse en lágrima. Lo conseguiré, faltaría más. Respira hondo, condesa. Domínate, que diría Jorge.
El joven del perro lanza a éste un objeto, desde esta distancia indistinguible, y el perro trota alegre y entra en la orilla a buscarlo.
-Era tan bello... –consigo decir al fín, recordando el asiento vacío aún con rencor.
Pero ¿cómo poner lo inefable en palabras, cuando las palabras destiñen lo que no puede describirse con ellas? Se me frunce el ceño (Jorge diría que así estoy muy fea y se reiría sin malicia), la mirada se me pierde en el mar, esa sábana de satén arrugada por la brisa. Ansias de fusión, pienso, o me dejo llevar por pensamientos en espiral. Condomina toma en silencio otro sorbo de cortado mientras espera la continuación.
Especialmente en el Kyrie Eleison me sacudió la piel de todo el cuerpo un enorme escalofrío, aquellos coros que... Estaba en mi asiento del Palau, pero en realidad no estaba ahí. Me costaba perdonar esa ausencia. Los coros me invadían de una sed grandiosa, como si sólo allí estuviera la confirmación irrepetible de algo que... no sabía de qué, de algo que tenía la sensación de comenzar a comprender pero de modo muy borroso, los escuchaba dejando que penetraran por todos mis poros, que generaran raíces dentro de mis arterias, uniéndose con eso otro (¿qué otro? no sabía, sólo lo sentía moverse en las entrañas) y esas raíces crecían hasta convertirse en un árbol de la vida tan grande que, al hacerse un hueco dentro de mi yo, me vaciaba luego de escalofríos, explotando de dentro hacia fuera y reventándome, era maravilloso. Era la música pero no era eso, había más, la música era sólo un detonante. Si aquello era la locura, desde aquel asiento daba igual, Condo, no sé si me está comprendiendo.
Pero eso sería sólo un modo de decirlo, le aclaro.
-¿Qué más? –pregunta, interesado.
-Oh –busco más palabras-, ¿usted cree que es fácil explicar qué se siente “ahí” (porque ahí es como otro lugar, Condo)? Pues que de repente todo vale la pena, que todo posee un enorme sentido, que cualquier detalle, un tono determinado de la mezzosoprano, el color de su vestido, tiene su lugar exacto y que está perfecto ahí donde está, pero...
-¿Pero? –pregunta con el cortado en la mano.
-No siempre es agradable, ya lo sabe–. Otra vez el nudo en la garganta.
Y no lo es porque aquello también era la Soledad al no poder estrujar una mano, sobre todo cuando los coros masculinos y femeninos llevan tanto rato jugando a aproximarse y evitarse a la vez (como el cloro y el sodio, había pensado fugazmente en mi asiento de terciopelo del Palau sin saber por qué, pero ahora, tomando aquel cortado de aire marino al sol otoñal, me parecía empezar a saberlo), tanteándose las partes yin y yang como jugando al escondite, Condo, pero luego se acercaban cada vez más porque parecieron haber caído en la espiral magnética de lo inevitable, como el agua cuando se acerca demasiado al desagüe y se deja atrapar por el final ineludible, ya me entiende, hasta acabar inevitablemente unidas en un éxtasis tan escalofriante como se presentía hacía rato, pero más que éxtasis un orgasmo tántrico de las voces de ellas y ellos, por fín encontrándose tras tanta búsqueda mútua y cediendo al placer del unísono (¿por fín la creación de la sal? ¿qué amor perverso empujaba a dos átomos a perder para siempre, para siempre, su identidad individual en beneficio de una creación? ¿tendrían orgasmos los átomos?). Pero también era amargura porque también había un terrible sufrimiento en aquello, aquello era el sufrimiento mismo implícito en la creación, en ni siquiera poder contárselo a -compartirlo con- nadie, sólo intentarlo con burdas palabras más tarde, como hacía ahora mismo.
Sí, era una soledad dolorosa pero placentera a la vez, la soledad de creerse un poco más cerca de entender tantas otras soledades vividas por otros aunque para los otros es tarde, porque en sus agonías persiguiendo la inmortalidad yo ya no podía apretar su mano –y eso también me dolía-, como había hecho Condo hacía poco con aquella anciana que expiró junto a él con una sonrisa. Pero yo ni siquiera había nacido cuando Mozart se sintió solo, tan solo, y su amargura y la de todos los demás quedaba, así, resonando en la posteridad en busca de mentes que hicieran de eco desde un asiento cualquiera de una sala cualquiera en un siglo cualquiera. Sí, quizá era una consoladora forma de convertirse en inmortal.
Y entonces, Condo, tras el voltaico amén final, el eco de decenas de voces se extinguió, sumiendo el patio de butacas y los palcos en un atroz silencio, y a mí sintiéndome como una esponja marina a merced de un tsunami, como si jamás pudiera volver a ser la misma que había entrado en el Palau hacía un rato.
-Eso se llama el síndrome de Stendhal –me instruye Condomina.
-Me alegro por Stendhal. Usted tiene etiqueta para todo –le digo al horizonte.
-¿Y el ansia de fusión? –pregunta, haciendo caso omiso de mi comentario.
-Oh, eso... simplemente es una ramita que brota de eso otro. Un epifenómeno, que diría usted. Y crece, ahí dentro. Una especie de... ¿cómo lo diría? de amor ilimitado hacia todo.
“Éxtasis teresiano” murmura, pero yo le he dicho mil veces que no me compare con Santa Teresa.
-Es que los síntomas son comparables. “Y dele Dios a gustar a quien creyere que miento...” declama con su voz un poco cazallera.
-Y ahora me dirá que es patológico, claro –digo hundiendo el mentón tan abajo como puedo porque de pronto he desfallecido.
-No. Mírame –dice y, tras leerme el pensamiento, explica-: No me burlo, y además da la casualidad de que lo entiendo. Esos estados no son psicosis, ni patológicos en sí mismos.
Me asegura que sólo tienen el peligro de que quien los sufre -o más bien goza, especifica- tiene que darles un sentido y aquí precisamente está el riesgo. “Si te consuela” añade, “hay personas que no han tenido una experiencia espiritual en su vida y no pueden procesar tanta belleza. Tú sí puedes. Esos son fenómenos inusuales de conciencia, pero no patología.”
-¿Usted..? –dejo de mirar la sábana de satén un momento.
-Alguna vez y a mi modo, claro. Y tú tendrías que comenzar a saber digerirlo.
Según Condo, el estado intensificado de conciencia, la pérdida de fronteras entre el yo y el objeto, la distorsión del sentido del tiempo, los cambios perceptivos y la intensificación o el debilitamiento de las percepciones son sensaciones comunes del trance extático. Y parece que les ocurrió también a grandes místicos, pero le llamaban visiones divinas, porque ellos creían en Dios, otros en Mozart o en la conciencia cósmica.
-¿Estaban locos? –me intereso.
-En absoluto -me explica-. Incluso han sido grandes reformadores, simplemente elegidos por la comunidad para el papel de héroes. Concretamente, Teresa de Ávila, como quizá sepas, consiguió apoyo político para una orden que pretendía simplemente terminar con las diferencias de clase y posición entre las monjas. Pretendía una comunidad igualitaria, de ser necesario con menos monjas, pero todas iguales. Su orden del Carmelo Descalzo vino a sustituir a las carmelitas calzadas, donde la corrupción y el abuso, así como las historias verdes, estaban a la orden del día.
-¿Y para qué sirven los héroes?–pregunto.
-Son seres que la comunidad necesita –explica-, pero siempre acaba renegando de ellos. Al parecer hay algo insoportable en sus obras, y más si se oponen al poder constituido, porque la lógica de ese poder acaba desplazando los anhelos que todo reformador pretende llevar a cabo. La tarea del héroe consiste, precisamente, en su sacrificio ritual destinado a servir de chivo expiatorio a sus conciudadanos: el héroe es un rehén de su tiempo, que es necesario y quizá por eso más tarde será sacrificado. En fín, condesa, lo que es verdad es que las experiencias místicas, en nuestra época, son siempre sospechosas.
-Y usted concretamente ¿qué cree? Dígame la verdad.
-Pues que los estados inusuales de conciencia desde luego existen. Mi padre me ha contado muchos casos. ¿Si son patológicos? Lo cierto es que los locos tienen muchas experiencias de este tipo...
-Luego, sí –interrumpo algo preocupada.
-No –contradice Condo-. Ya sabes que no todos los españoles son toreros aunque sí al revés. Esos fenómenos genuinos se dan en personas fuertemente ajustadas, siempre que no vayan imbuidos del sentimiento de misión –sonríe. Y añade que el concepto de lo patológico en la actualidad está relacionado con el concepto de adaptación, es decir, lo patológico sería todo aquello que resulta inadaptativo o que interfiere gravemente con la vida del sujeto.
-O con la de los demás –aventuro.
-También. O sea –resume-, que tus experiencias no son inadaptativas y, por tanto, no son patológicas porque no llevan implicita una conducta mesiánica o de redentorismo o cualquier otra idea megalomaniaca...
-Creo que no –asiento, tras rebuscar unos momentos en mi interior.
-Por tanto podemos decir que son experiencias inusuales aunque adaptativas –dice Condomina un poco paternalmente, antes de tomar el último sorbo de cortado.
“Sólo inusuales”, pienso, algo más tranquila.
Se quita las gafas de sol, me mira un instante y sonríe imperceptiblemente. A continuación pide la cuenta al camarero y nos vamos.