22 marzo 2006

6. Condo en el Born

Es un gran placer dominguero dejarse fluir por los callejones góticos a una hora temprana, mientras los turistas aún se cepillan los dientes en sus hoteles y los barceloneses duermen su mona local. Circulando a esa hora por esta ciudad vacía uno también piensa "la calle es mía". Es una emoción agradable, como de poder supraterrenal, casi como pudo sentirse Dios los momentos antes de la creación del hombre, dándose un garbeo por el paraíso y pensándose los últimos detalles justo antes de poner en marcha su gran Obra. Es como si el tiempo y todo lo demás se hubiera detenido y sólo uno estuviera en movimiento.
Suelo perderme por callejones, pasillos agobiadamente estrechos entre edificios pétreos de eterna agonía paralela, oyendo sonar campanas con la impresión de ser tres: Yo, el silencio fantasmal de un gótico perdido, y el sonido de un campanario. Y los grandes adoquines, mojados durante la noche como ocurría ayer, y nada más.
Siempre hay algún callejón de este laberinto medieval por el que nunca había pasado. Comparo sin querer este ovillo de vericuetos y esquinas oscuras con las circunvoluciones cerebrales. Lo mejor es esa sensación, tras girar y tomar uno y otro y otro, de perder la orientación, de perderme realmente, pero no es desagradable cuando uno sabe que siempre se vuelve a encontrar: siempre se llega a un pensamiento salvador, una emoción agradable, un callejón que conozco bien, un rincón menos oscuro, o me encuentro inesperadamente tras el ábside de Santa María del Mar porque sin darme cuenta me había pasado al otro lado del espejo: el Born, que es el barrio separado del gótico por la Vía Layetana. Porque casi siempre termino junto a Santa María del Mar, aunque ayer no era mañana sino anochecer.
Até la bicicleta allá y me acerqué al Fernando, un bar de esos "de siempre" que no ha cambiado aún y en el cual, desde que me lo enseñó una amiga hace años, me he dejado marear blandamente varias veces en sus viejas mesas de mármol con un vermut especial de la casa acompañado de berberechos o atún en escabeche. Pero no era hora de aperitivo y así, sin pensar, me testimonié a mí misma cruzando la entrada de la gran basílica y penetrando en el incienso judeocristiano. No suelo entrar en iglesias pero esa es distinta; entré y me senté en uno de sus bancos del fondo.
Era plena misa y los altavoces repartían las ondas sobre las que cabalgaba la voluminosa voz del cura por todo el espacio de la nave. Decía justo en aquel momento “...no desearás a la mujer de tu vecino, ni sus sirvientes, ni su asno...” ¿Su asno? Sí, había dicho “su asno”. Miré arriba, hacia los vitrales de muchos colores, para controlar algo parecido a un ataque de risa, recuperando poco a poco la sensación de encontrarme en sitio conocido tras la pérdida gótica. Mientras el cura seguía hablando de sus cosas, me dí cuenta de que me encontraba dentro de otro gran útero que es la Iglesia, esa otra Gran Madre, aunque yo tuviera padres laicos y esa otra madre no me llegara más que de rebote y debido a la época. Al fín y al cabo, en el colegio nos llevaban a misa una vez al mes y a eso me recordaba el olor a incienso y a agua bendita porque...
-El agua bendita no huele a nada –me corrige al oído Condomina, que acaba de aparecer sentado a mi lado en el banco.
-Pues aquella olía, le aseguro –susurro a mi vez.
Ahora suena el órgano y a mí me vienen pensamientos que revolotean y se posan en mi cabeza. Me tomaría algo, un vermut del Fernando, por ejemplo.
-¿Le ponen aceituna? -me lee Condo el pensamiento en voz baja.
-Pues claro.
Salimos al aire de una noche que se anuncia primaveral.
-Ahora la han arreglado, no es como antes –dice Condomina mirando la basílica desde las escaleras.
-¿Dónde tenía el taller su abuelo?
Él afloja algo el paso y mira a su alrededor en todas direcciones.
-No puedo recordarlo, pero juraría que era por esta plazoleta. Él era maestro ebanista, hizo la carpinteria de esta basílica hasta que las hordas rojas la quemaron y el murió de pena, es decir de la próstata. De pequeño, mi madre me traía a ver la iglesia totalmente quemada aún, para prevenirme de la maldad de los rojos.
"Ya... por esto es usted del PP y le gustan los toros" estoy a punto de decir, pero me reprimo.
Torcemos por uno de los callejones por un lado de la basílica, y seguidamente por otro algo más concurrido.
-¡Aquí! –exclama Condo de repente, parándose en seco-. ¡Era aquí, estoy seguro!
Nos quedamos mirando un viejo edificio, una persiana metálica se ha bajado hace un rato escondiendo un comercio. Condomina parece rebuscar en su memoria sin encontrar mucho, pero se le ve algo mejor.
-¿Sabe qué pienso? Que usted debería hacerse un buen psicoanálisis, porque...
Condo se ríe tanto que creo que va a ahogarse.
-¿Por qué se ríe tanto, Condo?
-¡Ja ja, porque no necesito ningún otro psicoanalista! Mi terapeuta eres tú, ¿no lo sabías?
.
Luego entramos en el Guayana y nos sentamos en unos silloncitos de bambú. Se acerca un camarero, solícito porque a esta hora aún no hay parroquia. El Guayana es el lugar donde... Una larga historia.
-¿Qué historia? –pregunta Condo, lanzando una rápida mirada alrededor para ubicarse.
-No es nada interesante pero bueno, se la contaré –entorno los ojos para rememorar mejor-. Verá: corrían los ochenta y elegí aquella noche, o me eligió ella a mí, para hacer de mujer fatal mancillada. Compréndalo, era la única vez que me había ocurrido, que un hombre me dejara por su novia. A mí. Cómo se atrevía. Ya sabe.
-Ya –dice él, sacando los cigarrillos del bolsillo.
-¿Qué va a tomar? –me pregunta el camarero.
-¿Qué hay? –pregunto yo, crecida por la idea de que ese camarero entonces estaría haciendo la comunión.
-Pues yo le recomendaría un mojito, por ejemplo, con lima, menta machacada y... –recita él.
-¡Ay, sí, sí! –digo, porque hace siglos que no tomaba un mojito-. ¿Y usted, Condo?
-¿Perdón? –me pregunta el camarero, que cree que hablo sola porque él no ve a Condo.
-Para mí un cubata –bromea éste.
-No me tome el pelo, hombre –le digo.
-No la entiendo –dice el camarero.
-Sí, un mojito, por favor-. El camarero se aleja y yo me dirijo a Condo-: Ya está bien, jolín, no me haga estas cosas, que me toman por zumbada.
Una parejita de veintitantos charla de buen rollo en una mesa suficientemente cercana como para que me lleguen algunas palabras.
-¡Eres insorportable, ja ja! –ha dicho ella, poniéndole una mano en la mejilla. Él se ríe y la besa, primero en la cara y luego en la boca, y así comienza un largo y acaramelado beso del que desconecto para continuar.
-Pues eso –digo-, que decidí emborracharme como buena mancillada. Y me vine al Born, el lugar ideal porque en este agradable paseo peatonal, entonces, había cinco o seis pubs, todos juntitos pero cada uno de un estilo distinto: uno minimalista, otro demodé, otro brasileño, y así. Sigue habiendo varios para elegir, pero ahora es distinto.
-Claro, han pasado bastantes años –calcula Condomina.
-Sí. Total, que ese proyecto consistía en tomarme un brebaje distinto en cada uno de los locales, uno tras otro...
-Qué horror –interrumpe mi interlocutor, mientras el camarero trae la bebida y se va, a lo que Condo hace aparecer su cubata por arte de magia.
-Sí, ya puede decirlo, ya. Salud.
Me acomodo contra el respaldo mientras el contrabajo deja caer sus pasos lentos a ritmo de blues, y seguidamente toma el protagonismo un saxo lánguido.
-Y este fue el último –recuerdo, confortada por el primer sorbo de mojito.
-¿El último local?
-Sí -rememoro con cierta nostalgia-: entraba en uno, me sentaba en la barra con aire de estar de vuelta de todo, pedía lo que fuera, me lo tomaba, pagaba, salía, y entraba en el siguiente, sintiéndome en cada uno más y más víctima.
-Ya. Qué espanto –sonríe Condo.
Ha terminado el solo del saxo, y los platillos apoyan ahora a compás muy lento, casi adormecidos. El camarero me está mirando desde lejos, aún convencido de que hablo sola.
-Así que imagine –continúo-, en poco rato llevaba en el cuerpo todos los colores con que pueden fabricarse brebajes alcohólicos.
-Hum.
-El último me lo tomé aquí, en la barra. No olvidaré jamás su color: era un cocktail violeta porque llevaba Parfait Amour. ¿Recuerda aquella canción de Pau Riba en Colors? Pues aquel.
-Oh, sí, Pau Riba... Sí –apoya Condomina igual que el bajo apoya ahora a una trompeta para que no se pierda en sus desvaríos.- Por Zeus.
-Y por Afrodita mancillada –amplío- porque ya habrá pillado que aquella noche yo iba de eso.
-Lo he pillado –dice Condo tomando un sorbo.
El ambiente sigue relajado gracias sobre todo a una voz femenina: Es Helen Humes, nacida en el 14, un álbum grabado en los setenta. El contrabajo apoya ahora su queja triste, gutural. Los platillos la aplauden pero lentamente, respetando su tristeza. My mum don’t love me any more, dice.
-A usted su madre debía quererle mucho –digo.
-Sí, pero porque era suyo y porque era hombre.
-Bueno. Al menos le quería, así salió usted de chulo –admiro.
-Sí. La chulería, como lo llamas tú, tiene mucho que ver con una infancia protegida y tutelada –aclara Condo.
-Ya.
Qué agradable es todo a veces, qué blando y mullido puede resultar el balanceo de un saxo melancólico que se pierde en el aire igual que yo en los callejones.
-Pero estabas en el cocktail de Parfait Amour –resitúa Condo.
-Ah, sí. El enigma es cómo conseguí volver a mi casa –explico-; nunca conseguí recordarlo, y el caso es que yo entonces llevaba moto, una Ducati 250 cc. Sólo recuerdo que se convirtió en caballo alado y me llevó ella.
Absorbo por la pajita el penúltimo sorbito en hielo machacado y luego enciendo un cigarrillo. Esto me ayuda a recordar otra imagen.
-Ah, y que al llegar todo comenzó a girar y terminé arrodillada frente a la letrina; ahí dentro estaba San Pedro acogiéndome en el otro mundo.
Condomina sonríe minimamente.
-No fue nada gracioso, créame, pero en fín, brindo por el Guayana, que sigue aquí veintitrés años después.
Él levanta un poco su vaso de cubata y yo el mojito. El camarero pasa cerca de nuestra mesa, cargado con una bandeja, y me mira brindar al aire. Me parece percibir en su mirada algo parecido a la lástima. En realidad Condo acaba de desaparecer de verdad, yo ahora tampoco le veo. Me tomaré otro, pero esta vez no cambiaré ni de sitio ni de bebida.
(FIN)
ult. mod. sep-2007

1 comentario:

Cristina Trullà dijo...

Ahhhhh el Born, el Guayana, Santa Maria del Mar... ahhhhhhhhhh!!
Ahhhh el señor Condomina!