Hacía cuatro días que esperaba el documental de National Geographic que hacen esta noche sobre la vida del cangrejo gris de Alaska, ideal para engrosar mi colección de maniática de la naturaleza, así que me he aprovisionado de una caja de dvd’s y todo está a punto para la grabación programada, pues a esa misma hora he quedado con Yolanda. Nunca se me han dado demasiado bien estas cosas, pero creo que si encuentro la página correcta del manual del video, sección español, lo conseguiré. Interrumpe el teléfono.
-¿Ocupada, condesa?
-Hombre, Condo. No, por aquí ando, de ingeniera...
-Oye, esta noche salgo en la tele, dentro de un rato, ¿te lo había dicho?
-¿En serio? Lástima, porque me iba dentro de nada, pero bueno, puedo grabarlo –digo, catapultando automáticamente al cangrejo de Alaska. ¿Y qué hace usted en la tele?
-Bah, nada importante, es una tertulia de esas aburridísimas –dice al otro lado-. Esta va de arte y locura.
-Yo creía que a usted no le gustaba ser famoso –recuerdo.
-Y es cierto, pero cuanto más invisible desearía ser uno más le requieren en esos sitios, ¡ja, ja!
Y, como en la vida todo no se puede tener, es por este motivo y no otro que, puestos a elegir, he programado el canal de esa tertulia intelectual y he salido.
Con Yolanda nos hemos liado, como casi siempre, y también como casi siempre nos hemos pasado con los vinitos mientras me contaba de sus avances con la terapia sistémica.
Al volver, tiro las cosas donde caigan, me pongo un zumo de pomelo y de paso me tiro a mí misma en el sofá, pensando que sin ese invento llamado “madre” los psicólogos y psicoanalistas estarían todos en el paro. Entonces recuerdo la grabación y la máquina responde obedientemente a unos tecleos en el mando y se pone en marcha. Un plató decorado a lo moderno, dos invitados y el presentador en el centro. Vuelvo a coger el mando y muevo hacia delante unos minutos hasta que veo la primera intervención de Condo. Le preguntan sobre el genio artístico (ha publicado dos ensayos al respecto) y él contesta la suya, casi como hacen los ministros, para acabar hablando de Bach y de Baudelaire. Pulso la pausa y luego el play otra vez, como los niños cuando descubren el poder de un interruptor de luz, con la extraña sensación de tener yo el control. Qué peligroso sería si pudiéramos hacer eso en la realidad.
-…es de una sublimi... –está diciendo Condo en el momento en que pulso la pausa de nuevo.
Sus manos gesticulantes han quedado en el aire, algo borrosas debido a lo mal que se llevan el movimiento y
Las ideas necesitan al lenguaje para mostrarse al mundo y ser dichas o pensadas, lenguaje y pensamiento son hermanos inseparables, dicen. La pregunta que se estaba gestando accede al terreno de los significados y pienso “¿Todos esos yoes son el mismo yo?” ¿Es Condo un niño a punto de llorar, un Neanderthal salvaje defendiendo su cueva, un escritor dogmático, un sibarita de los Bordeaux? En cualquier caso todos ellos han dicho “yo” en algún momento, y todos parecen bastante humanos.
Condo es todos ellos y ninguno, un poliedro de jade de infinitas caras, pero todas son del mismo jade, como el que tengo de pisapapeles comprado en aquel inolvidable viaje a Italia. En realidad todos somos así, un poco poliédricos, sólo que algunos lo son más que otros. Incluso hay poliedros de plástico o de cristal, pienso: el mismo acervo génico pero distinto material y distinta la complejidad de la forma.
De pronto recuerdo algo leído recientemente, voy a los libros, cojo dos y, de nuevo en el sofá, paso páginas y encuentro lo que buscaba, una cita del Bhagavad Gita: “El Yo encarnado se desprende de sus cuerpos viejos y entra en otros nuevos. Este Yo no puede ser herido, ni quemado. Es eterno, es inmóvil, el Yo es el mismo para siempre.” Heráclito opinaba justo lo contrario. En el otro libro leo “Para W. James, el yo puede dividirse en el Yo empírico y el Yo conocedor...” ¿Realmente nuestro Yo conocedor puede alcanzar la inmensidad oceánica del otro Yo, o bien el Yo es eterno e inmutable como dicen los vedas?
En
Quería ampliar más pero la tecnología ha llegado al máximo. Habibi es tan rápido que salta del sofá antes de que yo acabe de levantarme de un impulso, y se me queda mirando mientras me siento en el suelo delante mismo del televisor, sin dejar de mirar a la pantalla como hipnotizada, necesitando comprender algo muy importante que no se dejaba comprender desde más lejos y sin zoom, con la agradable certeza de que para ello queda ya poco, muy poco.