02 marzo 2009

Condo y la gincana musulmana


Nota: se recomienda empezar por cualquier otro capítulo menos por este, que es el último.


Un sábado por la mañana, en la pescadería del mercado, oigo el sonido de un mensaje en el móvil. El remitente es “Condo”. Mientras Pili me corta unas rodajas de rojo atún en mi grosor preferido, leo:

“Espero que te gusten las gincanas. Atenta al próximo mensaje. Condo.”

Claro que me gustaban las gincanas. En realidad me fascinaban. Las gincanas, junto al juego de la Oca, me parecían el símbolo más paralelo a la vida, una acertada metáfora de que el tiempo –y la luz- sólo viajan hacia delante aunque lo haga en saltos, en quantos. Por eso me acordé de Max Plank en la pescadería mientras Pili cortaba el atún y yo leía el mensaje en mi móvil, todo a la vez. El misterio que se va desvelando de pista en pista, de salto cuántico al próximo salto cuántico, era, en definitiva, el motivo de que las gincanas me fascinaran: el placer de una revelación en tramos que anticipan, en piezas de degustación de lo que se avecina. Algo parecido –suponía- a lo que debe sentir un hombre al ver desnudarse a una mujer en lenta voluptuosidad.

Después del mercado de mi barrio, tenía previsto buscar una carnicería árabe. Hacía meses que una amiga casada con un libanés me había hablado de la carne “halal”. Parecía evidente lo que había leído años atrás en una revista esotérica: cuando comemos carne, nos comemos también el miedo que el animal pasó en la cola del matadero. Hubieron de transcurrir bastantes años más para que comprendiera que ese miedo se llamaba adrenalina y cortisol, que dejan el músculo tenso. Si la gente supiera más del terror a morir –había pensado- nadie comería carne. Maribel me confirmó con su explicación que el hecho de que la muerte de los corderos musulmanes ocurra en un dulce sopor hace que su carne deje el mundo en forma mucho más tierna; como mucho, lo que uno ingiere entonces es un profundo y agradable sueño.

Y, tras aplazarlo varios sábados, había elegido justamente aquel para ir en busca de una carnicería árabe.

Desde la calle llamé a Mohammed.

-Oye, Mohammed, ¿tú no conocerás alguna carnicería árabe?

-¿Carnicería árabe? Sí, muchas, pero… A ver, no sé exactamente la calle… Si vas al Raval ahí hay muchas, si bajas por… y tuerces a la derecha, tú pregunta por ahí.

De modo que encaminé mis pasos hacia la zona amorfa de la ciudad con más concentración de residentes árabes pero sin ningún plano ni dirección bien dibujados en la cabeza. Ya no me sorprendió mucho recibir otro SMS de Condo en que se hacía evidente que ese día estaba bien conectado con mis planes. Leo:

“Hacia el suroeste te guiará la pequeña mano negra”

Me encantaban estos acertijos. En Condo había tanto misterio que ese juego le encajaba muy bien. Pero le conocía y sabía que tras ese juego había algo importante, algo que tenía que ver con otra búsqueda. Con la verdadera.

Caminé hacia el suroeste por el primer callejón que me ofreció el juego, callejones de persianas enrolladas en los balcones y de vez en cuando un olor a jazmín que ignoraba de dónde venía. Unos niños marroquíes jugaban en una pequeña plazoleta. Ahí me detuve, pues me encontraba en una minúscula encrucijada de tres nuevos callejones. Miré alrededor: aparte de los niños y su balón, había una peluquería con un solo cliente árabe, más allá unas frutas expuestas en el exterior de un humilde comercio. Y nada más. Pero entonces, como tatuado sobre la piedra de una de las esquinas, ví un pequeño dibujo negro. Aunque algo desdibujado por los eones, se reconocía en él un puño con el índice extendido. Era eso, pensé. Y seguí la señal del dedo sin dudarlo un momento.

Tras varios minutos de andar, recibí otra pista más desde el móvil de Condo:

“Busca Halal y pregunta por la quinta tienda. Ya estás cerca”

¿Cómo sabría Condo que hoy quería comprar carne halal? Gracias a mi amiga sabía que esa palabra era la garantía de que el animal había sido sacrificado debidamente. Sigo caminando, caminando, caminando, por callejones en los que jamás había estado y que parecían estrecharse a medida que me iba adentrando en ellos. Tanto caminé que llegué a la misma Persia y, una vez en ella, no creí transgresión el preguntar algo por mi cuenta al primer mercader que vieran mis ojos. Fue un hombre vestido con chilaba y birrete que ordenaba un estante. Entré.

-Perdone… ¿usted conoce por aquí alguna carnicería árabe?...

Me contó con todo detalle y entre reverencias cómo llegar a la más próxima y seguí andando todo recto por un mismo callejón. Me crucé con una sobrina-nieta de Schehrazade y con varios humanos más, hermanos de una raza morena y sangre tan roja como el sol que se acuesta cada atardecer entre las dunas: estaba ya dulcemente perdida, sin duda, por otro tiempo y otro espacio pero no me asombró porque sabía que Condo no me dejaría perder más allá de lo necesario.

Pregunté en otro comercio aún y un chador marrón me indicó que ya estaba muy cerca: apenas pasado el mercadillo de joyas de ámbar hallaría lo que buscaba. Había dejado de sentir mis propios pasos entre aromas a especias y el zumbido del simún en un yo interior que se expandía más allá de la estrechura del callejón.

Y me encontré en una avenida algo más amplia, sólo para camellos y peregrinos, que se extendía ante mí como un amable río que ofrece sus dos márgenes a elegir. Me paré y sentí el cansancio de tanto andar. Al mirar alrededor, mi vista se topó enseguida con un letrero blanco de letras rojas que ponía:

“Carnicería”

y debajo, en letras más pequeñas,

Halal

Dos hombres árabes –uno en la caja y otro en el mostrador- me esperaban desde tiempos inmemoriales. Montones de rojísimos músculos truncados en su último sueño se amontonaban en la fresquera. Pedí de dos piezas distintas y el más joven cogió, cortó y envolvió con pericia aquella ternura. Mientras le pagaba al tesorero, de pronto recordé la indicación de Condo (“Busca Halal y pregunta por la quinta tienda”), pero me cohibía preguntar tan directamente. ¿Qué podía significar aquello?

-Perdone… ¿Usted sabe si por casualidad, por aquí… una tienda de esta misma calle…

Al darme cuenta de que el hombre que estaba sentado a la caja no parecía entender bien el español me sentí flaquear.

-Sí, debe referirse a la tienda de Muammar –dijo el que había cortado la carne-. Sí, es… una, dos, tres… cuatro… cinco tiendas más hacia allá –dijo señalando con el brazo.

-Gracias.

Así fue como llegué al siguiente punto de la gincana de Condo dentro de una Persia viva que aún latía en mí (Condo solía bromear que yo en otra vida fuí una esclava egipcia). Al acercarme, ví que esa tienda número cinco era de ropa árabe. Pero ignoraba porqué estaba ahí, así que encendí un cigarrillo en la acera por si se me hacía la luz. La mente de Condo vino en mi auxilio y leí un nuevo mensaje:

“Está encargado y pagado. Sólo has de llevártelo. Obedece mi mandato

y no preguntes. Más instrucciones mañana”

Oh, claro que lo haría, “no lo dude”, le dije mentalmente, aunque no sé si le llegó mi idea volátil. Entré, ahora ya decidida, a la tienda donde el tuáreg me recibió con una amplia sonrisa blanca sobre su barba gris y su túnica blanca.

-Buenos días –dije en mis mejores modales-, vengo a buscar algo que creo que han encargado… Ya está pagado y…

-Oh, sí, señorita, ahora mismo se lo traigo, lo tengo dentro –dijo el amable señor entrando en la trastienda.

Su respuesta ya no podía sorprenderme, aquel hombre pertenecía en ese momento a la misma dimensión mágica del juego de Condo. Sentí que todo el universo se confabula constantemente en un gran juego cósmico: sólo hay que atreverse a participar en cualquiera de los millones de juegos y posibilidades que esperan desde siempre que simplemente entremos en ellos con la inocencia de un niño.

Esperé impaciente. Los regalos-sorpresa siempre emocionan, pero viniendo de Condo podía esperar cualquier cosa. Mientras esperaba, paseé entre los estantes de la tienda y ví túnicas, chadors de distintos colores, alguna bisutería de Oriente… ¿Qué sería lo que me esperaba?

Tomé el paquete, agradecí al tuáreg y salí de la tienda.

Cuando lo abrí en casa y rompí el papel que lo envolvía, apareció un segundo envoltorio en papel de seda color carmesí. Mientras lo rasgaba pensé frágilmente que aquel era el primer regalo que me hacía Condo en tanto tiempo. Estaba más emocionada de lo que había previsto, y también ansiosa por ceder a cualquier indicación, a cualquier utilidad o sentido que pudiera tener su obsequio. Confiaba a ciegas en él. Al quedar al descubierto una tela azul marino con algunos bordados, la tomé y la desplegué ante mí en toda su extensión: ¡era un burka, con una delicada red de ganchillo para la faz!

Las preguntas surgían apelotonadas de mi interior desde aquel matiz mío que Condo llamaba de ingenuidad. La idea de verme disfrazada no me encajaba del todo en la sutil mentalidad de Condo, eso habría sido un juego de niños para alguien como él. No, él iba más allá de las telas, de los colores, de un misterio tan simple que se dejara apresar en una vestidura. Pero no tenía más remedio que esperar. Obedecerle y esperar.

El domingo me pareció discurrir más lentamente de lo habitual. Pasé horas a la deriva en aquel cauce de ansia, debiendo desechar interrogante tras interrogante dentro de mi curiosidad. Me dediqué a teclear la reseña del último libro leído, uno de Panikkar sobre la mística. Bajé a tomar mi café de los domingos a mi bar preferido. Subí. Interrumpí la reseña. Planché lo justo. Miré mi móvil varias veces durante el día por si, por un casual, no hubiera oído el tono de los mensajes. Finalmente, después de comer, llegó el que esperaba, la última pista que conducía al final del enigma:

“Esta noche 9:00 me invitas a cenar en tu casa animal muerto en sueños. Llevarás puesto mi obsequio y nada más. Ningún temor a los símbolos, sirven para comprender”


Aquello sí que no había podido imaginarlo. La emoción me embargó plenamente, ¡Condo cenando en mi casa! Abandoné cualquier otra cosa y empecé a esmerarme en preparar un guiso cuya receta argelina encontré en internet. Utilicé cilantro, jengibre rallado, pimienta en grano y clavo. Me vertí yo misma entregándome en lo que hacía, ansiosa por recibir a tan ilustre comensal, mi maestro de tantas cosas. ¿Le gustaría mi casa? ¿Le gustaría mi sillón de anticuario? A toda prisa, mientras el guiso se iba enterneciendo, ordené un poco más el salón y repasé el baño, hacía mil cosas a la vez porque las horas parecían pasar de pronto demasiado velozmente. Nada me parecía demasiado bueno para aquella visita inesperada y, corriendo de un lugar a otro del apartamento, miraba aquí y allá buscando imperfecciones que solventar, plantas a las que buscar un rincón quizá más adecuado, lamparitas que encender o apagar… Algo antes de las nueve me azoré al recordar que no tenía cerveza, bajé rápidamente al supermercado y volví con taquicardia. Preparé la mesa asegurándome de que no faltara nada para mi invitado, de que todas las lamparitas estaban encendidas. Quemé incienso de canela y, al sentir aquel aroma, me dí cuenta de que nunca me había sentido tan feliz ni ansiosa en toda mi vida. Ya no me preguntaba qué extraño juego tenía hoy Condo en la cabeza.

(continuará)

18 octubre 2007

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03 octubre 2007

9. Condo introspectivo

EN REVISION

25 septiembre 2007

7. Condo y la condesa, mayo del 68

Me extrañó mucho recibir un SMS de Condo, no le hacía a la tecnología moderna. En la sala de espera del analista de sangre, miro y leo


HOT.IMPERIAL 20:00., LUEGO CENA EN REST. DONDE SE PUEDA FUMAR


Admití para mis adentros que es un pozo de sorpresas, pero tenía mucho que hacer y no volví a pensar en ello hasta media tarde.

El taxi me deja en la puerta del hotel. Entro preguntándome cómo le encontraré. En el amplio vestíbulo me acerco a leer de cerca un gran cartel en un caballete: “Hoy: Conferencia sobre Literatura Terapéutica” y los datos sobre la sala de convenciones, el piso y la hora. Es a las ocho y faltan tres minutos. No hay duda de que será aquí, pienso. Pero Condo parecía estar alerta y le veo acercarse desde lejos.

-Sí, condesa, es esto. Anda, ven, que es la hora –dice, haciéndome subir con él una amplia escalinata y entrar con él en una sala de doble puerta.

-Pero... ¿qué...?

Me explica en palabras apresuradas que hoy va de ponente literario, apenas tengo tiempo de alzar las cejas mientras entramos. Superando las rodillas encogidas de otros dos asistentes, me acomodo algo precipitadamente en una silla mientras Condo continúa el paso hacia la zona del estrado. Sentados a una mesa cubierta de un sobrio mantel azul marino, distingo a un par de escritores conocidos y un periodista-escritor en auge, Condo cruza unos susurros con ellos. ¿Hablará él también? Tardo poco en saberlo, porque se sienta justamente en la silla que los demás han dejado para él en el centro de la mesa y ya está golpeando ligeramente su micrófono para comprobar que funciona. Mi sorpresa aumenta cuando me doy cuenta de que realmente es él quien dirige el cotarro.

Son las ocho y un minuto cuando acciona un portátil conectado a un proyector de cañón, y se ilumina en la pantalla la primera diapositiva de una presentación en Powerpoint que contiene un decálogo de normas para escribir. ¿Tendrá ya terminada su obra maestra? Ah, pero no seré yo quien se lo pregunte.

Al principio habla de la escritura como oficio: cuenta ante un silencio sepulcral que se escribe para exorcizar, para curarse, habla de catarsis y de un montón de cosas que me dejan extasiada, sobre todo porque justamente estos días me estaba preguntando para qué escribir. ¿Cómo lo habrá sabido?

Desarrolla, una a una, cada una de sus leyes personales. En una de ellas, la número cuatro, explica que cuando el sentido de un libro ha caducado se lo puede quemar sin escrúpulos. Algunos oyentes le hacen discretas objeciones y preguntas que resuelve quizá algo dogmáticamente, pero es su aire, el que va con él. De lo demás que dijo, lo que mejor recuerdo es que la ambigüedad en la narración permite al lector generar su propia conclusión. Añade que Cortázar a eso le llamaba hacer un guiño al lector, ayudarle a cruzar el puente. Al decir eso ha cruzado su mirada con la mía en un instante imperceptible para los demás.

Una hora y cuarto después termina la sesión. Aplausos, elogios mútuos, bipedestación de los oyentes entre murmullos de ropas levantándose, estrechamientos de manos sonrisa incluída (unas sinceras, otras menos) y poco a poco se vacía la sala.

-Me ha encantado, Condo, me ha impresionado usted, de verdad –digo mientras salimos.

-Soy listísimo, ¿eh? –pregunta satisfecho-. Pues nada, ahora una cenita para celebrar el éxito. ¿A dónde me llevas?

Entramos en un palacete renacentista, subimos otra escalera -ésta de piedra- y elegimos mesa junto al único balcón. Me irían bien algunos consejos más para mi novela, pero...

-¿Y qué?, ¿cómo va tu novela? –se interesa, dejando su Camel sobre la mesa y buscando el encendedor.

Levanto los hombros, pero unas palabras no estarían de más.

-Psé, parada. Pero no quiero hablar de ello, antes debo digerir su sabio decálogo -he intentado desviar el tema pero no sale bien.

-Debes quitarte de encima esa humildad paralizante que te coarta, condesa –indica-. Primero que nada tienes que creértelo tu misma que eres un genio, sino no saldrá nada. Tienes la autoestima herida de muerte pero lo conseguirás, sí.

Él siempre tan sutil.

-¿Cambiamos de tema, si no le importa?

-¡Ja, ja! Tu madre otra cosa no, pero de educar te educó bien –dice mirando la carta-. Oye, ¿Rioja o Ribera?

Parece animado, satisfecho de sí mismo y de la conferencia. Y es que él no tiene problemas de autoestima. Y yo no sé para qué escribo, ni para quién, ni por qué ni cómo empecé. Escribir, coinciden muchos escritores, es más una necesidad que un oficio. Se nace con esa necesidad o sin ella y eso es todo. “Pero es un tema trillado, Condo”. Soy de los que comenzó a escribir en la infancia, luego pasé por la imprescindible fase poética, y más tarde decidí que hasta los cuarenta no puede hacerse nada que valga la pena, pero esos cuarenta ya están casi aquí.

-Bah, yo también escribía poemas –murmura Condo con displicencia, mientras sigue leyendo la carta tras las gafas-, pero, si te digo la verdad, ahora ya no me parecen tan buenos.

Después de cenar, vamos a mi sitio preferido para una copa, donde se escucha música barroca en otro palacete gótico: mi templo privado para un long-drink, donde un leve olor a incienso se pierde en su camino a techos altísimos (incienso que además Condo no olerá por su rinitis) y decoración estilo horror vacui: fruteros llenos, bustos de dioses romanos, pesados tapices, oscuros y enormes cuadros de la escuela holandesa del XVII, alacenas de roble con animales disecados, cosas así. O sea, el sitio más agradable para un artista, donde el espacio es tan amplio que ensancha el alma; el ambiente, tan sedante que, en cuanto uno se sienta ahí, las memorias se aposentan y expanden como el cuerpo de un gato frente a una chimenea; y la penumbra, la justa para ser llevado a terrenos que están medio aquí, medio allá: como Condomina, que tiene un pié en varios lados del arte y toca seis instrumentos.

-¡Aaahh, magnífico, Vivaldi! Concierto en La menor para oboe y cuerda, éste lo toqué en… –dice, acomodándose en un sofá Luis XV tapizado en verde. ¿Se ha levantado la levita antes de sentarse o ha sido una alucinación mía? Realmente, este concierto le transporta a uno al dieciocho instantáneamente.

Pedimos al camarero, él un cubata de ron y yo un whisky con agua, y Condo continúa en tono alegre:

-En cambio Bach era un funcionario, un advenedizo que hizo carrera política en una de las cortes más corruptas de su época, pero vivió casi 72 años el tío, tuvo doce hijos vivos y revolucionó la música resumiendo el Barroco en su obra.

-Qué genes –balbuceo admirada.

-Pues ahora que lo dices, ningún hijo heredó su talento –explica Condo, que es como una enciclopedia viviente-. Incluso se reconstruyó su genoma y se intentó buscar sus genes en la Leipzig actual. ¿Y sabes cuánta gente de Leipzig hoy lleva algun gen de Bach?

Le interrogo con los ojos, mientras nos dejan las bebidas sobre la mesa.

-Ninguno, así de cruel. ¡Ja ja, brindemos por sus huesos!

El cuarteto tira de mí por las orejas y me sitúa abruptamente en la cabina de un trasatlántico. Qué cosas tiene el cerebro. Por motivos técnicos que desconozco, flota en los archivos de mi memoria la música de Vivaldi en el camarote de un barco. Yo estoy en una cuna y miro al techo, de placas de yeso blanco y suena un cuarteto sospechosamente parecido.

-Hum, ¿y qué hacías en ese trasatlántico? –pregunta Condo.

-Mirar al techo y oir a Vivaldi. Es que sólo tenía unos meses.

-Quiero decir de dónde venías –aclara él.

-Ah, de las Américas –aclaro yo-. Ya sabe, venía de nacer ahí. El primer viaje.

-La primera huída –corrige Condo.

-¿Usted cree?

-Lo que yo te diga: todo viaje es una huída –afirma él, contundente.

Deja su postura recostada y se incorpora bruscamente en su asiento, se anima, roza mi brazo al hablar como si necesitara aún más atención, se entusiasma cuando explica:

-¡Sí! ¿no lo ves? Tú te has pasado la vida viajando o siendo secuestrada como Perséfone, ¿no te das cuenta? Pero en el reino de Hades no hay que comer ni beber, ¡ja, ja!, porque sino te conviertes en espectro, porque como sabes... –Se interrumpe de pronto, pues su mente insaciable vuela de un sitio a otro-. Oye, ¿era ahí donde vivías en la avenida de los mangos?

-No, Condo –digo pacientemente-. La avenida de los mangos fue en el 68. En mayo, cuando usted andaba por París. Creía que se lo había contado una vez.

-¿Ah, sí? –se pone a calcular mirando al techo lejano.

-Sí, mientras Europa se preparaba para un lifting espiritual con los Beatles como teloneros, mi madre me raptó y volvimos a las Américas. La segunda huída, pero esta vez de paquete. ¿No se lo había contado un día?

-¡Ya lo decía yo! ¿Ves? ¡Otra vez secuestrada, como Perséfone! –se emociona Condo. Los secuestros le entusiasman.

-A Perséfone la raptó Hades. Casi que lo habría preferido, la verdad.

Él mira entonces hacia un busto que hay sobre un chiffonier surrealistamente lleno de cosas.

-¿Has visto? ¡Es Minerva, o sea Atenea! ¡Todo coincide!-. Es que últimamente también le ha dado por la mitología.

-¿Quiere usted decir? –dudo.

-Claro, Minerva siempre lleva casco, ¿lo ves? ¿Y dónde vivíais? –retoma el hilo.

-No, me refiero a si quiere decir que todo coincide. Vivimos unos meses de realquiladas en casa de...

-¡Ja, ja, ja! –se desternilla Condo para mi asombro-. ¡Ja, ja, ja!

Le miro fijamente con los ojos muy abiertos.

-¿Dónde está la gracia?

-¡Ja, ja, ja! ¡Realquiladas! –continúa él riendo.

-Le aseguro que no fue divertido –digo desempolvando un episodio de los confines de mi memoria-. Estábamos en casa de otra divorciada con una hija de mi edad, Denise. Era un cachorrito de Lachesis, pero muy, muy, malvada. Un día yo estaba en el salón, me creía sola y encendí tímidamente el televisor. Hablamos de los años sesenta, dese cuenta, a mí aún me alucinaba ese juguete fantástico. Denise apareció de la nada y lo apagó, diciendo “Este televisor es mío” y se quedó ahí, de pié, con los brazos cruzados amenazadoramente. La odiaba, créame.

-Angelito –aprueba Condo tomando un sorbo.

-Y mientras, usted en París, ¿no?

-¡Oh, sí!... –rememora él. Realmente hoy está muy alegre. Yo no sé cómo se aclara, con tantos datos que archivar en orden-. Entonces yo tenia un amigo comunista que estaba en Paris, iba a alojarme con él. Pero yo no llevaba pasaporte porque aún era menor de edad y mi padre, como imaginarás, por supuesto no me había dado permiso. ¡Ja, ja! Mi amigo estaba estudiando en la Sorbonne y me prometió trabajo en Paris y también mucha actividad política, de manera que me largué ahí aún con la oposición de mi padre, así que yo ya sabía que me andaría buscando toda la guardia civil que él pudiera movilizar.

Cuando dice Sorbonnnnne pone el chip de su impecable acento francés.

-Qué curioso –le interrumpo, pensativa.

-¿El qué?

-Que en los mismos días ambos estábamos lejos de casa y con gendarmes rondando cerca.

-Hum –se atusa Condo el bigote, fingiendo pasar por alto la casualidad.

-Sí, mi padre también andaba movilizando a la policía.

-¿Ah, sí? –pregunta finalmente.

-Sí, porque tras el abandono de hogar conmigo incluída, nos localizó finalmente al otro lado del Atlántico y sus amigos policías de antaño, a cambio de antiguos favores, tenían rodeada la casa por si acaso mi señora madre oponía resistencia.

-La casa de la avenida de los mangos... –se sitúa mentalmente Condomina.

-Veo que ya le van encajando las piezas.

-Pobrecita –murmura él-. ¿Y cómo acabó?

-No me consuele, yo sólo fui una pieza más. Pero siga, siga usted con su historia y luego enlazamos los finales, si quiere. Me estoy oliendo que serán parecidos.

Condo suspira levemente y obedece gustosamente:

-Pues verás -rememora-: lo curioso es que una vez en el tren nadie me pidió la documentación, y así llegué a Paris justo antes de la revolución que ya se adivinaba en el ambiente. Mi amigo me consigió un empleo de camarero y él volvió a la Sorbonnnne, pero yo al poco tiempo estaba en el hospital...

-¿En el hospital?

-Sí, cogí las fiebres de Malta. Allí fuí recuperado por los gendarmes y devuelto a mi padre-. Toma otro sorbo y dice-: ¿Y tú?

-Pues lo mismo: también recuperada con policía de por medio y devuelta a la patria, ahí tiene el final. Ya le he dicho que intuía finales parecidos.

-¡Ja, ja! Las autoridades nos devolvieron a ambos adonde debíamos estar –dice Condo, entornando los ojos con Vivaldi de fondo.

-Qué primavera inolvidable aquella, Condo.

-Sí, qué mayo del 68...

Con él, de lo que es difícil recuperarse a veces es de algunas coincidencias. Sincronicidades, dice que le llamaba Jung a esto. En casi todo lo demás somos diametralmente opuestos.

(FIN)

jun-06

modif nov-2007

modif jun-2009

23 julio 2007

27. La condesa y los arcanos

EN REVISION

26. Condo en el laberinto

“¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El Minotauro apenas se defendió”

(J.L. Borges, La casa de Asterión)


No se cómo, pero me había perdido otra vez. Todo habia empezado en el metro, con Elena; ella hablaba, como siempre; me contaba cosas y yo la escuchaba. Fuera de tanto hablar o de tanto escuchar que hubo un lío de estaciones, un darse cuenta demasiado tarde, un mirar al itinerario colgado en la pared del vagón y darnos cuenta de que nuestra estación quedaba tres estaciones atrás.

Luego todo fué un bajar a toda prisa recorriendo pasillos sintiéndose fuera de lugar, comprobando, un volver cabezas aquí y allá. El desajuste se diluyó en una despedida acelerada en un punto de la ciudad bastante lejano de aquel donde debía encontrarme a aquella hora del mediodía.

Y todo esto no tendría la más mínima importancia en mi vida si no fuera porque, debido a todo esta cadena de circunstancias inesperadas, me hallaba en un cinturón de la metrópolis, de esos sin semáforos, una autopista que circunda la ciudad. Los zumbidos de los coches desapareciendo en la distancia me hundía aún más en una soledad extraña de autostopista fuera de lugar.

Empecé a caminar hacia no sabía dónde. Decidí escapar de aquel paisaje distópico  adentrándome por el primer desvío que ví. Caminé y caminé y caminé, y me encontré lejos de los coches y ante una verja. Era ahí, justo ahí, donde Condo parecia estar esperándome. Dijo que le acompañara, que quería mostrarme algo. Con él ya nada me asombraba.

Cruzamos la verja que separaba lo que quedaba del mundo civilizado de un inmenso espacio de jardines, un trozo de naturaleza puesto allá como una burbuja verde enmedio de un mundo gris de asfalto y contaminación. La pérdida de sentido del tiempo y la presencia inesperada de Condo iban muchas veces hermanadas, pero pregunté dónde íbamos porque a mi siempre me gusta saberlo todo.

Aseguró que íbamos a un lugar donde no había estado. Cruzamos un inmenso jardín viscontiniano y dejamos atrás un estanque lúgrubemente saturado de hojas mustias. El tiempo parecía llevar dos siglos detenido en ese escenario semiabandonado y algo deprimente que ahora era atravesado por dos seres vivos venidos de un futuro gris marengo.

Hasta aquel momento no me había dado cuenta de dónde estábamos. Exclamé, parando mis pasos:

-¿¿Aquí?? Pues claro que he estado aquí antes, Condo, ¿qué se creia? Esta es mi ciudad.

Era el Jardín del Laberinto.

-No -dijo, obligándome a seguir adelante agarrada suavemente por un codo-. Has estado pero no lo conoces bien. Ven.

Noté que la boca se me resecaba. En realidad, la última vez que había estado en el laberinto tendría doce o catorce años.

-Es lo que toca ahora -aseguró en un tono que me pareció un poco autoritario.

-Pero… Espere, ¿no pretenderá entrar... ahí dentro?

-¡Pues claro! -contestó, acercándose peligrosamente a la entrada.

Se me resecó la boca aún más, sentía un miedo irracional y mis latidos apresudados por el traicionero cortisol. ¿Qué pretendería?

-¿Qué hacemos aquí? ¿Qué quiere hacer?...

-Jugar, si te parece.

-¿Jugar?... Pues no me apetece nada entrar ahí para que usted juegue a encontrarme, se lo digo en serio.

-Es que no vas a entrar: lo haré yo y tú me esperarás con el mitológico ovillo -dijo.

Era evidente que lo tenía todo premeditado.

Condo es más que imprevisible y no niego que ahí está una de sus gracias. Esta vez, sin embargo, sus jueguecitos estaban yendo demasiado lejos. No me gustaba el laberinto, ya me había sentido fuera del mundo ahí un par de veces. Y ahora sentía terror a que se perdiera él. No. Quería gritar que no, patalear. Pero me sentí estúpida, una condesa no podía perder el porte a estas alturas.

-No… no haga eso, se lo ruego -murmuré, intentando detener, inútilmente, el escalofrio que me latigaba la espalda.

-Tú no te preocupes -dijo él, totalmente decidido, mientras me entregaba algo-. Ten.

Me entregó algo que ocupaba un volumen discreto en mi mano pero que no dejaba verse. Algo que sólo se comprendía por el tacto, blando y redondo. Parecía un ovillo. Pensé que esa vez se estaba excediendo.

-No... No me haga esto, Condo, se lo pido por lo que más quiera...

-Debo ir al encuentro del Minotauro -anunció-. Tú haz lo que digo y espérame aquí.

Tomó el cabo del hilo y desapareció sin más, impasible y sereno, cruzando con gallardía dieciochesca la entrada de lo desconocido entre dos altos cipreses, sin darme tiempo siquiera a intentar convencerle por última vez. Eran dos cipreses imponentes, la primera pareja de una larga hilera que se ramificaba tras ellos en forma de incógnita.

En pleno mediodía, el silencio y el sol comenzaron a aplastarnos a mí y a mi miedo ante la abertura que no debía cruzar sino ante la que sólo debía esperar pacientemente. Quería llorar, me sentía como una niña abandonada a plena luz del día. Atisbé tímidamente dentro pero sólo se veía más y más cipreses apropiándose de la estela de quietud que había dejado Condo tras de sí después de dejarse engullir por el laberinto.

-Condo… no -creo que susurré para nadie.

Oí aún su voz, ya desde las entrañas de aquel repliegue vegetal.

-¡No te preocupes, he dicho!... ¡Tú sólo sostén el ovillo, por lo que más quieras…! Y no dejes de confiaaar…

Luego se hizo el silencio más espantoso, una calma terrorífica rota sólo por el canto de un jilguero ajeno al miedo y a los mitos griegos. Pensé que le odiaba por hacerme esto. En el interior de aquel silencio de pánico, el tiempo se estiró como un chicle. Transcurrieron horas o días o años, masticados lentamente por el mediodía, desfilando interminables entre los dientes del tiempo. De vez en cuando sentía tirones en el ovillo, que giraba como un ser vivo en mi mano. En esos momentos mis latidos eran tan intensos que cada uno de ellos parecía hacer temblar el universo entero. ¿Y si el Minotauro le había…? Casi podía verlo, enorme, gigantesco, con unas fauces ávidas de sangre, de…

-¡Tenga cuidado, Condo! -intenté gritar cuando el sol ya se había desplazado un buen trozo.

Cuando había transcurrido más tiempo del que sabía contar y hacía demasiado que no se oía nada, mis pensamientos comenzaron a volverse realmente negros: ¿y si nunca más volvía a ver a Condo? A pesar de que entrar ahí dentro era una locura, lo consideré por un momento pero lo deseché enseguida: mi papel, mi misión única y especial, estaba ahí, junto a la entrada, sosteniendo aquel hilo mágico, aquella finísimo cordón umbilical. Además, ocurriera lo que ocurriera no debía dejar de confiar, había dicho. Confiar, confiar...

Por otro lado, el toro gigante comía hombres y héroes, no seres de naturaleza incierta, y hacía tiempo que yo tenía dudas sobre la naturaleza de Condo porque en la vida no hay nada que sea cien por cien seguro, cien por cien inamovible. Y últimamente hablaba mucho acerca del héroe, ¿se refería al héroe semidivino o semihumaon? Intenté entretener la inquietud pensando en eso: el camino del héroe es circular, su sentido de misión le lleva a alcanzar el umbral, decía Campbell, y no se detiene a menos que sea aniquilado (¡aniquilado!), aunque suele contar con el apoyo de deidades femeninas. ¿Qué más me había enseñado Condo? Piensa, condesa, ¡piensa! Estrújate los sesos y haz memoria... ¿Qué más? Sí: que su destino es esencialmente interior, una ganancia de subjetividad que luego sabrá transmitir debidamente. Pero había algo más: que debe saber renunciar si quiere saber regresar. ¿En busca de qué renuncias se habría metido Condo ahí dentro?

“¡No, aniquilado no!”, le dije a mi flaqueza. “Confía, condesa, matará al Minotauro y volverá sano y salvo. Tú confía.”

El ovillo ya había dado varios giros, lo apretaba fuerte en la mano para que no se me cayera al suelo. Por lo que más quisiera, no debía caérseme al suelo... No podría perdonármelo jamás si… Sentí un repentino sudor frío en las axilas.

Después de varias eternidades, mis oidos se agudizaron bruscamente como a un lebrel ante un matorral. Sí, ¡eran sus pasos y parecían cercanos a la entrada! Por fin apareció el héroe y por fin me concedí de nuevo el derecho de respirar a fondo. Me alegré de ver a Condo ahí, otra vez ahí, más ufano que nunca, sacudiéndose algo de polvo de las mangas.

-Ya he vuelto, ¿ves? -dijo, como si nada.

Llevaba algun rasguño en la cara y en una mano. Deseaba insoportablemente preguntar, pero eran tantos los interrogantes que se bloqueaban uno al otro en la laringe sin que pudiera salir ninguno de ellos.

-Ya lo sé -dijo mientras nos dirigíamos a la salida del parque-, no entiendes y te encantaría entender, pero en este momento debes conformarte con esto: hay que pasar por algunas vivencias concretas para que en el interior se generen ciertos mapas mentales. Unos muy determinados.

-¿Mapas?...

-Representaciones -aclara-, unas muy específicas que no pueden surgir de la nada: para entretejerse necesitan una emoción irrepetible. Autopistas mentales, ya sabes. A la realidad solo podemos acceder mediante analogías, simulacros, metáforas.

¿Y para qué diantre necesitaba él…? ¿O acaso se refería a las mías?

-Era preciso -cortó Condo mis pensamientos-. Créeme y ya está. Anda, Ariadna, vamos a comer algo, pero antes te invito a un Martini negro, que te veo un poco paliducha.

“Como me vuelva a hacer algo así, no sé lo que le hago”, pensé.

(FIN)

abr-2007
modif oct-2007

25. La extraña voz de Condo

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24. Condo acude a una cita

“Dios no juega a los dados con el hombre”

(Albert Einstein)


Cruzó el claustro por un lateral, y sus pasos resonaron junto a la fuente que chorreaba tímida entre los arcos. A continuación salió a un jardín y miró alrededor. A la derecha y enfrente, las paredes centenarias se abrían en modernas puertas de cristal. Entró por la de enfrente y a la izquierda vió el cartel “Biblioteca”. Apagó el cigarrillo en el cenicero junto a la entrada y se dirigió al interior. Había estado ahí otras muchas veces y conocía casi de memoria los pasillos que llevaban a las estanterías correspondientes a Filosofía.

Vió al hombre con gafas sentado en un sofá y supo que era él. El joven le hizo una seña confirmatoria y se saludaron estrechándose la mano.

-¿Qué tal? –preguntó el hombre-. Pero siéntese, por favor.

-¿No podríamos salir al claustro? Me gustaría fumar.

Salieron y se sentaron en un banco. El suave campanilleo metálico del agua rompía el silencio, hasta que Condo dijo:

-Bueno, ¿de qué se trata?

-Necesitaba tener una charla con usted –dijo el hombre-. ¿Me daría fuego?


ene-2007
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23. Condo en la camilla

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jul-07

21. La condesa y la Sacerdotisa

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20. Condo yogui

“Cuando cesa el parloteo de la mente, el observador y lo observado son lo mismo.”

J. Krishnamurti


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mar-07

19. Condo psicodélico

El día que Mafalda se enteró de que el planeta es tan grande que cuando sale el Sol por un lado se pone en otro, se le reveló uno de los grandes misterios de la humanidad: el mundo, definitivamente, nunca podía ir bien si cuando unos se acuestan otros se levantan para ir a trabajar.

Era eso, aunque las metáforas son múltiples y variadas. También podría decirse que unos humanos funcionan en FM y otros en AM, de modo que, aún emitiendo uno incluso encima del otro por lo que al dial se refiere, jamás pueden encontrarse sus bandas. Como las líneas paralelas. Ahora mismo se me ocurren varias otras metáforas, mi mente se revoluciona, pero es que estoy sentada en un coffee-shop holandés, y claro, aquí es fácil.

Me he venido a Amsterdam para despejarme (qué ironía decir esto justamente aquí), para aprovechar los restos deshilachados de este verano, y porque he encontrado un vuelo de aquellos que cuestan menos que el taxi hasta el aeropuerto. Necesitaba cambiar de aires, y lo importante de aquí, en este mismo instante, es que me acuerdo de Mafalda aunque a ella no le hiciera falta el cannabis para estar tan lúcida.

He encontrado este agradable antro de gruesa alfombra y lo he elegido por instinto, es decir, por azar. O quizá por su puerta de madera pintada de azul marino, o por su nombre prometedor. Y he pedido una especie de bollo de maría, y luego un segundo.

Dos cincuentones charlan en la mesa de al lado, apenas a un par de metros. No son holandeses sino también españoles, lo sé porque me llegan retazos de su conversación si dejo de pensar en mis tonterías y enfoco el oído. Parecen salidos de un congreso científico, sobre todo porque aún llevan sujeta a la solapa la tarjetita plastificada con un nombre y un logo, de aquellos hombres que aprovechan los viajes de trabajo para echar una cana al aire. Y, cuando el viaje es además a Holanda, para hacer cosas que allá tenemos aún prohibidas. Uno de ellos, bastante flaco, me ha mirado un par de veces furtivamente. Es de aquellas personas que cae simpática incluso desde lejos. Están fumando un porro y tomando unas cervezas; parecen enfrascados en una conversación seria. El flaco escucha al otro con las gafas en las manos, mirándolas sin verlas.

Desde el final del primer bollo le estoy dando vueltas a la verdadera naturaleza de Condo. Es un misterio que no me puedo quitar de la cabeza. Me haré yo también un canutito.

-...no sabrían enfrentarse a la verdad –está diciendo el más corpulento de mis dos vecinos.

Bueno, después de todo me ha quedado bien a pesar de la falta de práctica, lo malo es que a mi viejo Zippo se le ha acabado la piedra justo ahora.

-La verdad, dices... ¿de qué verdad estamos hablando? –dice el flaco como si se hablara a sí mismo o a sus gafas en un tono muy suave, ralentizado, probablemente por efecto de lo que llevan metido en el cuerpo-. Esa verdad que dices tú... tiene tantas caras… como interpretaciones le da cada uno... Y es que la verdad no es un constructo lineal, Toni…

Pues sí que están profundos, pienso. El tal Toni responde algo, pero, mientras lo hace, el flaco ha captado mis intentos infructuosos de encender, se levanta y me ofrece una caja de cerillas del establecimiento con una especie de reverencia.

-Muchas gracias –digo en español, a propósito.

Él sonríe un poco pícaramente, dice “yu ar güelcom”, y en tres pasos vuelve a sentarse con su compañero.

Tiene razón ese caballero: la verdad es polimorfa, volátil diría yo. Jorge y yo, por ejemplo, vemos algunas verdades de modo tan distinto que esperar que el otro aproxime su punto de vista al del otro sería absurdo. Pero el mayor problema para el ser humano supera el entramado de la voluntad: ya no es cosa de desearlo o no, sino que a veces basta haber tomado un cubata, escuchar una música determinada o fumar un canuto, para que “el otro”, esa cosa que son los otros, quede hundido en una neblina desde la que no nos alcanza ni en lo indispensable y se nos queda mirando como desde el otro lado de un abismo. He de darle la razón a Condo: los humanos somos seres discontínuos, incompletos, y el acceso a la totalidad del “otro” es una utopía. Y sin embargo.

Al salir la temperatura es agradabilísima y me dispongo a perderme beatíficamente: tomaré un taxi sólo si me pierdo demasiado. Me pongo a caminar por esta noche centroeuropea tan tibia, con el punto justo de humedad. No tener prisa en una ciudad ajena siempre me parece liberador, y más en una ciudad tan entretenida que tan pronto atraviesas una calle como un canal. Estoy en el centro de una ciudad del centro: el centro de los centros: a Condo esto le gustaría, pienso lúcidamente. No voy tan mal, sólo como si en vez de caminar más bien flotara, con una percepción exagerada de cada molécula de noche. Los colores de los edificios parecen estar preparándose para competir entre ellos en cuanto llegue la mañana. Me viene a la mente primero Van Gogh y seguidamente los esposos Arnolfini, de Van Eyck, un cuadro que me extasía.

Al cruzar una calle veo las vías del tranvía y miro a ambos lados por si acaso. Ningún coche ni bicicleta a la vista. Sobre todo ninguna bicicleta, que aquí son un peligro público. A unos metros, donde las vías se pierden en el recodo de una placita desierta y mal iluminada, hay sólo un indicio de vida: es un hombre de pie, parado justo en la curva metálica. La contempla ensimismado y, además, parece que le está diciendo cosas. Me acerco, porque no estoy segura pero casi.

-Que no, que ya te he dicho que no –está diciendo el hombre mirando al suelo, a la vía.

-¿Condo...?

Era él, en efecto. Se vuelve hacia mí con una iluminada expresión de éxtasis. Y luego dice de mí y de Santa Teresa. Por los dioses del Olimpo, qué viaje lleva, se vé en sus ojos, ¿vendrá de otro coffee-shop? Menos mal que le dan buen rollo, nunca le había visto tan risueño. Mira otra vez a la vía del tranvía. Lo hago yo también, como buscando una resolución en el brillo de ese metal.

-¿Qué contempla tan ensimismado, Condo?

No sé si me ha oído ni si sabe dónde se encuentra, pero parece feliz.

-Me está haciendo proposiciones deshonestas –asegura Condo desde su frecuencia psicodélica, arrastrando las palabras con cierta y comprensible dificultad.

-¿Proposiciones?...

-Sí, la geisha esta –dice Condo clavando su mirada en la curva de las vías-. ¡Qué curvas insinuantes, qué geometría euclidiana perfecta!...

-Ahhh... Sí -concuerdo, esforzándome en ahogar la risa-. Sí, desde luego, preciosas…

Lo cierto es que está muy divertido. Siento algo parecido al instinto maternal y le tomo del codo, para guiarle como hacemos los civilizados con las viejitas que cruzan la calle o con una persona de coordenadas inestables.

-No debería andar así por aquí, Condo... Le acompaño hasta el hotel, si le parece. Supongo que estará hospedado en algún hotel, ¿no?

-¿Lo ves? –dice, volviendo la cabeza hacia los railes del tranvía mientras yo intento que camine en sentido contrario-, paso de ti... ¡Otra vez será, encanto!

-Sí señor, muy bien dicho –reafirmo, divertida por su extraña percepción de la realidad.

“La realidad no es un constructo lineal” había dicho el hombre flaco.

-¡No lo puedo evitar, todas se enamoran de mí! –se queja el cannabis por boca de Condo, que levanta los hombros y suspira.

-Claro, es por su carisma –le apoyo, observando un pequeño charco a muy pocos pasos.- y eso que no tiene Facebook, que sino ni imagino!

-Es que a mí –dice acercándose un poco, en tono confidencial- todas me aman como entrando en religión, ¿te lo había contado?

-Cuidado con ese charquito, Condo –respondo desviándole ligeramente-. Sí, creo que me lo había contado.

-Pero claro, las pobres no saben lo que soy –aclara él en tono benevolente. Él a la suya, como Rompetechos.

-Claro, entonces se entiende –admito.

Pero también podría aprovechar esta ocasión única. Ahora o nunca.

-Porque a usted, Condo -digo en un tono de máxima indiferencia- ¿le gustaría ser otra cosa? –Confío que en su estado no me descubra.

Se ríe un poco.

-Siempre se quiere lo que no se tiene, ¿no lo sabes? ¡Huuuy!

-¿Qué ocurre ahora?

Se detiene bruscamente, extiende un brazo ante sí y mira el extremo de la manga de su americana absolutamente maravillado, como si fuera la primera vez que ve la manga de una americana.

-Miraaaaaaaaa –exclama, inclinando la cabeza a un lado para ver mejor eso que no había visto nunca.

-Sí, qué lindo, ¿verdad? Por cierto, ¿dónde queda su hotel?

-No sé –dice, despreocupado-, everything’s alright.

-Ya, pero ¿podría darme alguna otra pista?

-Llegaremos, seguro –dice desde su convencimiento flotante-. Aquí en este país todo el mundo es muy amable.

Pues vamos apañados como tengamos que encontrar a alguien a estas horas, pienso, amable o no. Este canal que empieza por O ¿no lo habíamos cruzado antes?

Si hemos encontrado el hotel ha sido más bien por milagro, tras algunas vueltas amenizadas básicamente por intervenciones de Condo. La mejor ha sido cuando, tras sacarse la americana, ha insistido en utilizarla para torear un toro invisible (al menos para mí) en pleno callejón de los alrededores de la plaza Dam.

-¡Oléeeeeee! –decía.

Pasa cerca de nosotros una pareja de mediana edad, cogidos del brazo. Juraría que al vernos han apretado el paso.

-¡Condo, hombre, que luego los guiris creen que todos los españoles somos toreros!

-¿Has visto qué suerte, eh? Se le notaba que era de Mihura, ¿sabes cómo?

Se cuelga la americana a la espalda y se deja guiar los pasos otra vez.

-Pues no, ¿cómo?

-En general se trata de engañar al toro para que embista la muleta y no al torero, que hace más bulto –ha cogido la directa-, y al bulto van los toros mansos, porque los bravos siempre se dejan engañar, eso hacen los toros nobles y valientes. Otra cosa hacen los Mihuras, van a por el torero de manera directa prescindiendo del trapo y no se dejan torear. O sea que el mundo taurino trastoca los valores porque el toro cobarde es aquel que va al bulto. ¿Entiendes?

-Ah, pues no sabía, no –digo, algo confusa y con ganas de llegar a mi hotel.

-Como tú, que tampoco entras fácil al trapo, ¡ja ja!

No sé por dónde me habrá asociado al tema taurino, pero en estos momentos no me veo capaz de preguntarme nada.

-Yo tenía que haber sido torero –continúa Condo, convencido.

¿Llegaremos algún día? No parece preocuparle mucho, porque además se pone a cantar:

-Yooooo... quiero ser mataooooor.... como Visente Pastooooor....

Qué noche, por Zeus, y yo que pretendía pensar en lo humano y lo divino. Por fín una calle que me suena, la Damrak, y ahí hay un hotel, a ver si hay suerte.

-Séeeee que mi sino es triunfaaaar... y muy pronto triunfaréeeee... –sigue el pasodoble, implacable.

He conseguido dejarle en la puerta del ascensor cuando iba por lo de Toreroooo de garbo y saleroooo, tras asegurarme entre dos compases de que llevaba la llave de su habitación en su bolsillo, y esperando que pudiera encontrarla en un pasillo alfombrado lleno de puertas que le habrán parecido vedettes del Moulin Rouge haciéndole reverencias a su paso. Yo le llamo magnificar y él lo llama resiliencia pero, en el fondo, yo creo que el nombre es lo de menos.

Luego he llegado por fin a mi hotel, pero hace rato que no puedo dormir pensando en esa verdad que tiene tantas caras. El hombre flaco del bar tenía toda la razón, pues la verdad en ciertas condiciones no presenta la misma cara que sin él, se diluye en virutas de humo, es inapresable porque estamos en dos o más mundos a la vez, probablemente como Condo, o como las emisoras de la radio.

No –pienso-, definitivamente el mundo no puede ir bien mientras haya railes de tranvía que pretendan llevar al huerto a un torero.

ago-06
modif nov-2007

modif jul-2009