21 marzo 2006

4. Condo de copas

Me había esmerado tanto aquella noche con el tema de la imagen que mis amigas casi no me reconocían, y se debía a que hacía mucho que no salía de noche. Fuimos a un local imprescindible en la noche barcelonesa, de los que cierran a una hora que a ellas les parecía normal y que, en cambio, para los yoguis es la hora ideal para hacer meditación. La hora del Amrita.

Tras aprovisionarnos de bebidas, dimos una primera vuelta por la sala a modo de inspección. En cuanto pude me despisté de ellas y encontré un taburete libre en la barra donde adaptarme al entorno en una postura lo más cómoda posible: aquellos días mi principal necesidad era desbloquear un punto de mi potencial novela. Y de momento me quedé allá, decidida a esperar que mis amigas ligaran y pasara la noche. La relativa penumbra, el juego de luces y la música resonando dentro de la caja torácica a cientos de decibelios me eran algo casi olvidado, y no tardé mucho en descubrir que aquél no era el sitio más indicado para reflexionar sobre las posibles trayectorias de mi libro. Me asombraba casi todo sin poder juzgar nada, miraba a la pista distraidamente y veía niños confusos haciendo tonterías. ¿Qué habían ido a buscar ahí? me preguntaba. Sería por el entorno al que no estaba habituada o por el medio whisky que ya circulaba por mis venas, que oí una voz junto a mí.

-Observa bien, condesa, ¿qué ves? –pregunta Condo, que ha aparecido de repente en la barra, a mi lado, con un cubata de ron en la mano. Yo me alegro de este encuentro, como siempre.

-Hombre, Condo, qué ilusión, cuánto tiempo –me dejo sonreir, viéndole dar un sorbo, y luego obedezco y miro alrededor-. ¿Qué veo? Pues no sé... parecen como niños, o lobos hambrientos, moviéndose como si bailaran, pero seguro que no acierto, ¿no?

Condo se acerca a mí con media sonrisa y susurra a mi oído muy bajo, como quien desvela un importante secreto de estado:

-Son machos merodeadores.

-No me diga –sonrío. Observo el cubata que tiene en la mano y pienso que no es el primero. "Quizá esté de ligoteo por aquí y en realidad nuestro encuentro imprevisto le resulte contraproducente para sus planes de media edad". Pero se apoya en la barra y parece con ganas de hablar:

-Al principio sólo habia machos y hembras –dice.

-¿De qué época me habla, que con usted a veces me lío?

-Oh, de hace miles y miles de años –contesta-. Por entonces la promiscuidad era la estrategia fundamental de apareamiento. Pasaron asi varios cientos de miles de años hasta que surgieron otras nuevas, derivadas del coste de la crianza para las hembras.

A veces me pregunto si Condomina no será el conde de Saint Germain. Condo... Conde... Pero no, es porque es muy leído. Su voz me saca de mis cavilaciones.

-O sea –continúa- que por un lado había hembras fáciles, es decir, aquellas que no exigían a los machos nada a cambio de sus favores sexuales, y por otro hembras esquivas, aquellas que sometian a los machos a pruebas para calibrar su disposición a ayudar a la hembra en el cuidado de la prole. Fueron estas hembras las que inventaron una nueva estrategia de apareamiento: la monogamia y, por ende, lo del "amor para siempre".

-¡Oh, qué interesante! -digo, para animarle a seguir.

-A eso –continúa- los machos diseñaron dos estrategias: una, machos merodeadores, aquellos que no estaban dispuestos a costear el pago de la crianza...- Toma otro sorbo de cubata antes de continuar, cuidando de no mojarse el bigote. Me tiene en vilo mientras envía el sorbo al esófago.

-¿Y la otra? –indago.

-Machos domésticos, aquellos que estaban dispuestos a correr con el peaje de la crianza y el cuidado de la hembra después de cohabitar con ella.

Bastante cerca, bailando o algo parecido, hay un dúo de amigos con una amiga, un extraño trío que aparentemente se basta a sí mismo, aunque mi intuición me dice que uno de ellos, el más alto, va o irá a por mí.

-O sea –digo-, que estos que bailan por aquí son los merodeadores de entonces, y los domésticos los que pagan la hipoteca.

-Oui, madamme, su versión siglo veintiuno –afirma-. Pero surgió entonces un verdadero dilema para las hembras esquivas: ¿cómo conocer de antemano las intenciones de los machos?

-¿Cómo? –pregunto, totalmente extasiada.

-Se lo pusieron dificil: impusieron a los machos unas pruebas hercúleas y el aplazamiento sine die del coito; los que aguantaran estas pruebas serían machos de fiar. ¿Me sigues?

-Hasta aquí creo que sí –respondo, casi sin aliento por tanta lógica.

-Así propusieron construir nidos, diseñar madrigueras o portar carne a cambio de favores sexuales futuros, y obligarles a una castidad que permitiera confiar en aquellos que aguantaran la prueba hasta el final. Así surgió la contraestrategia del engaño, o sea, los machos podian fingir que eran domésticos cuando en realidad eran merodeadores y podían de este modo cohabitar tanto con las fáciles como con las esquivas.

-¡Adúlteros del paleolítico! –se me hace la luz.

Él concede con un leve asentimiento de cabeza. Luego añade que, a su vez, las esquivas tambien aprendieron a engañar, dado que para los machos no hay manera de saber lo que realmente importa en todo esto: si un hijo es portador de los genes del padre; así que, a los más crédulos de entre los domésticos, les endosaron hijos que no eran suyos, surgiendo así la expectativa de engaño y los celos, un sentimiento que ha llegado hasta hoy.

-Lo realmente interesante de esta formulación de genética de poblaciones –continúa Condo, que hoy parece haber tomado la directa con el hilo docente- es que todos los grupos se regulan por oscilación crítica: la disminución o aumento de un tipo de población hace oscilar en la siguiente generación el perfil de toda la población.

-Aquí creo que me he perdido –balbuceo.

La explicación, dice él con paciencia, es que un aumento desmesurado de hembras esquivas (y la disminución de fáciles) hace que muchos machos domésticos queden sin emparejar, con lo que la proliferación de hembras fáciles en la siguiente generación es predecible. En resumen significa que los cuatro grupos se necesitan unos a otros para vivir y para reproducirse.

“Complementarios como el Yin y el Yang” pienso mientras él aprovecha para beber.

-Los Sapiens inventaron, sin embargo, otra estrategia: la poligamia.

-Qué listos –opino y trago casi a la vez.

-Sí, eso representaba que algunos machos acumularan más de dos hembras para sí y que otros a su vez no dispusieran de pareja, pero bueno, esto no tiene demasiada importancia evolutiva, puesto que es la hembra la que pone los huevos después de todo. Así muchos quedarán celibes y la evolución inventó aún otra estrategia: la homosexualidad.

-¿Y ésta de dónde salió? –pregunto asombrada, pues este hombre es un pozo sin fondo.

-Pues, ya que determinados machos no se iban a reproducir, lo mejor es que tampoco compitieran como machos y fueran de este modo identificados como "machos que no compiten", asegurando así su supervivencia, dado que no compiten por los mismos bienes sexuales que el resto, ¿entiendes? Así arregló la evolución el dilema del acceso sexual a las hembras –dice Condomina-. Luego está el tema de la visibilidad del estro, pero esto ya te lo contaré otro día. Más adelante, pues, se inventó la prostitución como una forma de dar acceso a determinados machos "perdedores" o de bajo rango social algo del pastel de la revuelta y que la codicia no llegara a mayores y se estabilizaran las redes sociales.

Observo y me parece que en aquel local hay más machos merodeadores que hembras en busca de costeadores de su prole. Condomina observa que observo, y añade:

-En pocas palabras, que las alarmas existen en la hembra para predecir precisamente el coste de los coitos con machos merodeadores.

-Qué complicado, oiga.

-La consecuencia, condesa –me tranquiliza en tono pedagógico- es que el Sapiens de ahora es tan inteligente que, aún a costa de la genética, cualquier persona es capaz de desarrollar cualquier estrategia de las que, evolutivamente hablando, han demostrado su validez adaptativa. Se tratan, todas, de estrategias evolutivamente estables, es decir de formas de estar en el mundo que dan premio evolutivo.

-O sea, para no extinguirnos –digo, mientras un merodeador me lanza desde lejos una mirada ambigüa.

-Lo mejor –explica Condo asintiendo, tras pillar ágilmente ese juego de miradas, porque nunca se le escapa nada- es que nosotros somos tan inteligentes que, al margen de la disposición genética, somos capaces de asumir cualquiera de estos roles: hoy merodeadores, mañana domésticos y más tarde engañadores de hembras esquivas.

Me parece haber entendido uno de los grandes enigmas de la historia.

Me estiro hacia el camarero que ordena algo en la caja para pedirle otro whisky, pero no me hace caso, así que inmovilizo la postura dando la espalda a Condo hasta que el camarero atiende mis necesidades y observo cómo deja caer cinco segundos de whisky sobre el hielo. Cuando me vuelvo sobre el taburete, Condo ha desaparecido. Siempre hace igual.

Uno de los chicos que andaba cerca se ha desmarcado un poco de sus colegas y ha acortado visiblemente la distancia hasta mi taburete, pero tras la marcha de Condo y con el segundo whisky, yo me he quedado pensando en los merodeadores y las hembras esquivas. ¿Sería yo una de ellas y no lo sabía? El chico alto finalmente ataca con la táctica del “cómo es que estás tan seria”. A todo esto, mis amigas estaban ya adaptadas al gran local y se habían perdido a hacer de las suyas, o sea, dejándose merodear a su vez. Condo también andaría por ahí, pero él no pertenecía a ninguna categoría conocida. Me olvido de él y acabo bailando con el merodeador y su amigo, a trío el “Walk like an egipcian” en actitud libidinosa pero esquiva. Veo a Carmen pasar hacia la barra, pero sólo me lanza sonriente un guiño que significaba “tranquila, no se lo diré a Jorge”.

Nos fuimos hacia las cinco, cuando cerraban, y a Condo tardé un tiempo en volver a verle.

(FIN)
ult. mod. jun-2009
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