23 julio 2007

19. Condo psicodélico

El día que Mafalda se enteró de que el planeta es tan grande que cuando sale el Sol por un lado se pone en otro, se le reveló uno de los grandes misterios de la humanidad: el mundo, definitivamente, nunca podía ir bien si cuando unos se acuestan otros se levantan para ir a trabajar.

Era eso, aunque las metáforas son múltiples y variadas. También podría decirse que unos humanos funcionan en FM y otros en AM, de modo que, aún emitiendo uno incluso encima del otro por lo que al dial se refiere, jamás pueden encontrarse sus bandas. Como las líneas paralelas. Ahora mismo se me ocurren varias otras metáforas, mi mente se revoluciona, pero es que estoy sentada en un coffee-shop holandés, y claro, aquí es fácil.

Me he venido a Amsterdam para despejarme (qué ironía decir esto justamente aquí), para aprovechar los restos deshilachados de este verano, y porque he encontrado un vuelo de aquellos que cuestan menos que el taxi hasta el aeropuerto. Necesitaba cambiar de aires, y lo importante de aquí, en este mismo instante, es que me acuerdo de Mafalda aunque a ella no le hiciera falta el cannabis para estar tan lúcida.

He encontrado este agradable antro de gruesa alfombra y lo he elegido por instinto, es decir, por azar. O quizá por su puerta de madera pintada de azul marino, o por su nombre prometedor. Y he pedido una especie de bollo de maría, y luego un segundo.

Dos cincuentones charlan en la mesa de al lado, apenas a un par de metros. No son holandeses sino también españoles, lo sé porque me llegan retazos de su conversación si dejo de pensar en mis tonterías y enfoco el oído. Parecen salidos de un congreso científico, sobre todo porque aún llevan sujeta a la solapa la tarjetita plastificada con un nombre y un logo, de aquellos hombres que aprovechan los viajes de trabajo para echar una cana al aire. Y, cuando el viaje es además a Holanda, para hacer cosas que allá tenemos aún prohibidas. Uno de ellos, bastante flaco, me ha mirado un par de veces furtivamente. Es de aquellas personas que cae simpática incluso desde lejos. Están fumando un porro y tomando unas cervezas; parecen enfrascados en una conversación seria. El flaco escucha al otro con las gafas en las manos, mirándolas sin verlas.

Desde el final del primer bollo le estoy dando vueltas a la verdadera naturaleza de Condo. Es un misterio que no me puedo quitar de la cabeza. Me haré yo también un canutito.

-...no sabrían enfrentarse a la verdad –está diciendo el más corpulento de mis dos vecinos.

Bueno, después de todo me ha quedado bien a pesar de la falta de práctica, lo malo es que a mi viejo Zippo se le ha acabado la piedra justo ahora.

-La verdad, dices... ¿de qué verdad estamos hablando? –dice el flaco como si se hablara a sí mismo o a sus gafas en un tono muy suave, ralentizado, probablemente por efecto de lo que llevan metido en el cuerpo-. Esa verdad que dices tú... tiene tantas caras… como interpretaciones le da cada uno... Y es que la verdad no es un constructo lineal, Toni…

Pues sí que están profundos, pienso. El tal Toni responde algo, pero, mientras lo hace, el flaco ha captado mis intentos infructuosos de encender, se levanta y me ofrece una caja de cerillas del establecimiento con una especie de reverencia.

-Muchas gracias –digo en español, a propósito.

Él sonríe un poco pícaramente, dice “yu ar güelcom”, y en tres pasos vuelve a sentarse con su compañero.

Tiene razón ese caballero: la verdad es polimorfa, volátil diría yo. Jorge y yo, por ejemplo, vemos algunas verdades de modo tan distinto que esperar que el otro aproxime su punto de vista al del otro sería absurdo. Pero el mayor problema para el ser humano supera el entramado de la voluntad: ya no es cosa de desearlo o no, sino que a veces basta haber tomado un cubata, escuchar una música determinada o fumar un canuto, para que “el otro”, esa cosa que son los otros, quede hundido en una neblina desde la que no nos alcanza ni en lo indispensable y se nos queda mirando como desde el otro lado de un abismo. He de darle la razón a Condo: los humanos somos seres discontínuos, incompletos, y el acceso a la totalidad del “otro” es una utopía. Y sin embargo.

Al salir la temperatura es agradabilísima y me dispongo a perderme beatíficamente: tomaré un taxi sólo si me pierdo demasiado. Me pongo a caminar por esta noche centroeuropea tan tibia, con el punto justo de humedad. No tener prisa en una ciudad ajena siempre me parece liberador, y más en una ciudad tan entretenida que tan pronto atraviesas una calle como un canal. Estoy en el centro de una ciudad del centro: el centro de los centros: a Condo esto le gustaría, pienso lúcidamente. No voy tan mal, sólo como si en vez de caminar más bien flotara, con una percepción exagerada de cada molécula de noche. Los colores de los edificios parecen estar preparándose para competir entre ellos en cuanto llegue la mañana. Me viene a la mente primero Van Gogh y seguidamente los esposos Arnolfini, de Van Eyck, un cuadro que me extasía.

Al cruzar una calle veo las vías del tranvía y miro a ambos lados por si acaso. Ningún coche ni bicicleta a la vista. Sobre todo ninguna bicicleta, que aquí son un peligro público. A unos metros, donde las vías se pierden en el recodo de una placita desierta y mal iluminada, hay sólo un indicio de vida: es un hombre de pie, parado justo en la curva metálica. La contempla ensimismado y, además, parece que le está diciendo cosas. Me acerco, porque no estoy segura pero casi.

-Que no, que ya te he dicho que no –está diciendo el hombre mirando al suelo, a la vía.

-¿Condo...?

Era él, en efecto. Se vuelve hacia mí con una iluminada expresión de éxtasis. Y luego dice de mí y de Santa Teresa. Por los dioses del Olimpo, qué viaje lleva, se vé en sus ojos, ¿vendrá de otro coffee-shop? Menos mal que le dan buen rollo, nunca le había visto tan risueño. Mira otra vez a la vía del tranvía. Lo hago yo también, como buscando una resolución en el brillo de ese metal.

-¿Qué contempla tan ensimismado, Condo?

No sé si me ha oído ni si sabe dónde se encuentra, pero parece feliz.

-Me está haciendo proposiciones deshonestas –asegura Condo desde su frecuencia psicodélica, arrastrando las palabras con cierta y comprensible dificultad.

-¿Proposiciones?...

-Sí, la geisha esta –dice Condo clavando su mirada en la curva de las vías-. ¡Qué curvas insinuantes, qué geometría euclidiana perfecta!...

-Ahhh... Sí -concuerdo, esforzándome en ahogar la risa-. Sí, desde luego, preciosas…

Lo cierto es que está muy divertido. Siento algo parecido al instinto maternal y le tomo del codo, para guiarle como hacemos los civilizados con las viejitas que cruzan la calle o con una persona de coordenadas inestables.

-No debería andar así por aquí, Condo... Le acompaño hasta el hotel, si le parece. Supongo que estará hospedado en algún hotel, ¿no?

-¿Lo ves? –dice, volviendo la cabeza hacia los railes del tranvía mientras yo intento que camine en sentido contrario-, paso de ti... ¡Otra vez será, encanto!

-Sí señor, muy bien dicho –reafirmo, divertida por su extraña percepción de la realidad.

“La realidad no es un constructo lineal” había dicho el hombre flaco.

-¡No lo puedo evitar, todas se enamoran de mí! –se queja el cannabis por boca de Condo, que levanta los hombros y suspira.

-Claro, es por su carisma –le apoyo, observando un pequeño charco a muy pocos pasos.- y eso que no tiene Facebook, que sino ni imagino!

-Es que a mí –dice acercándose un poco, en tono confidencial- todas me aman como entrando en religión, ¿te lo había contado?

-Cuidado con ese charquito, Condo –respondo desviándole ligeramente-. Sí, creo que me lo había contado.

-Pero claro, las pobres no saben lo que soy –aclara él en tono benevolente. Él a la suya, como Rompetechos.

-Claro, entonces se entiende –admito.

Pero también podría aprovechar esta ocasión única. Ahora o nunca.

-Porque a usted, Condo -digo en un tono de máxima indiferencia- ¿le gustaría ser otra cosa? –Confío que en su estado no me descubra.

Se ríe un poco.

-Siempre se quiere lo que no se tiene, ¿no lo sabes? ¡Huuuy!

-¿Qué ocurre ahora?

Se detiene bruscamente, extiende un brazo ante sí y mira el extremo de la manga de su americana absolutamente maravillado, como si fuera la primera vez que ve la manga de una americana.

-Miraaaaaaaaa –exclama, inclinando la cabeza a un lado para ver mejor eso que no había visto nunca.

-Sí, qué lindo, ¿verdad? Por cierto, ¿dónde queda su hotel?

-No sé –dice, despreocupado-, everything’s alright.

-Ya, pero ¿podría darme alguna otra pista?

-Llegaremos, seguro –dice desde su convencimiento flotante-. Aquí en este país todo el mundo es muy amable.

Pues vamos apañados como tengamos que encontrar a alguien a estas horas, pienso, amable o no. Este canal que empieza por O ¿no lo habíamos cruzado antes?

Si hemos encontrado el hotel ha sido más bien por milagro, tras algunas vueltas amenizadas básicamente por intervenciones de Condo. La mejor ha sido cuando, tras sacarse la americana, ha insistido en utilizarla para torear un toro invisible (al menos para mí) en pleno callejón de los alrededores de la plaza Dam.

-¡Oléeeeeee! –decía.

Pasa cerca de nosotros una pareja de mediana edad, cogidos del brazo. Juraría que al vernos han apretado el paso.

-¡Condo, hombre, que luego los guiris creen que todos los españoles somos toreros!

-¿Has visto qué suerte, eh? Se le notaba que era de Mihura, ¿sabes cómo?

Se cuelga la americana a la espalda y se deja guiar los pasos otra vez.

-Pues no, ¿cómo?

-En general se trata de engañar al toro para que embista la muleta y no al torero, que hace más bulto –ha cogido la directa-, y al bulto van los toros mansos, porque los bravos siempre se dejan engañar, eso hacen los toros nobles y valientes. Otra cosa hacen los Mihuras, van a por el torero de manera directa prescindiendo del trapo y no se dejan torear. O sea que el mundo taurino trastoca los valores porque el toro cobarde es aquel que va al bulto. ¿Entiendes?

-Ah, pues no sabía, no –digo, algo confusa y con ganas de llegar a mi hotel.

-Como tú, que tampoco entras fácil al trapo, ¡ja ja!

No sé por dónde me habrá asociado al tema taurino, pero en estos momentos no me veo capaz de preguntarme nada.

-Yo tenía que haber sido torero –continúa Condo, convencido.

¿Llegaremos algún día? No parece preocuparle mucho, porque además se pone a cantar:

-Yooooo... quiero ser mataooooor.... como Visente Pastooooor....

Qué noche, por Zeus, y yo que pretendía pensar en lo humano y lo divino. Por fín una calle que me suena, la Damrak, y ahí hay un hotel, a ver si hay suerte.

-Séeeee que mi sino es triunfaaaar... y muy pronto triunfaréeeee... –sigue el pasodoble, implacable.

He conseguido dejarle en la puerta del ascensor cuando iba por lo de Toreroooo de garbo y saleroooo, tras asegurarme entre dos compases de que llevaba la llave de su habitación en su bolsillo, y esperando que pudiera encontrarla en un pasillo alfombrado lleno de puertas que le habrán parecido vedettes del Moulin Rouge haciéndole reverencias a su paso. Yo le llamo magnificar y él lo llama resiliencia pero, en el fondo, yo creo que el nombre es lo de menos.

Luego he llegado por fin a mi hotel, pero hace rato que no puedo dormir pensando en esa verdad que tiene tantas caras. El hombre flaco del bar tenía toda la razón, pues la verdad en ciertas condiciones no presenta la misma cara que sin él, se diluye en virutas de humo, es inapresable porque estamos en dos o más mundos a la vez, probablemente como Condo, o como las emisoras de la radio.

No –pienso-, definitivamente el mundo no puede ir bien mientras haya railes de tranvía que pretendan llevar al huerto a un torero.

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