23 julio 2007

26. Condo en el laberinto

“¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El Minotauro apenas se defendió”

(J.L. Borges, La casa de Asterión)


No se cómo, pero me había perdido otra vez. Todo habia empezado en el metro, con Elena; ella hablaba, como siempre; me contaba cosas y yo la escuchaba. Fuera de tanto hablar o de tanto escuchar que hubo un lío de estaciones, un darse cuenta demasiado tarde, un mirar al itinerario colgado en la pared del vagón y darnos cuenta de que nuestra estación quedaba tres estaciones atrás.

Luego todo fué un bajar a toda prisa recorriendo pasillos sintiéndose fuera de lugar, comprobando, un volver cabezas aquí y allá. El desajuste se diluyó en una despedida acelerada en un punto de la ciudad bastante lejano de aquel donde debía encontrarme a aquella hora del mediodía.

Y todo esto no tendría la más mínima importancia en mi vida si no fuera porque, debido a todo esta cadena de circunstancias inesperadas, me hallaba en un cinturón de la metrópolis, de esos sin semáforos, una autopista que circunda la ciudad. Los zumbidos de los coches desapareciendo en la distancia me hundía aún más en una soledad extraña de autostopista fuera de lugar.

Empecé a caminar hacia no sabía dónde. Decidí escapar de aquel paisaje distópico  adentrándome por el primer desvío que ví. Caminé y caminé y caminé, y me encontré lejos de los coches y ante una verja. Era ahí, justo ahí, donde Condo parecia estar esperándome. Dijo que le acompañara, que quería mostrarme algo. Con él ya nada me asombraba.

Cruzamos la verja que separaba lo que quedaba del mundo civilizado de un inmenso espacio de jardines, un trozo de naturaleza puesto allá como una burbuja verde enmedio de un mundo gris de asfalto y contaminación. La pérdida de sentido del tiempo y la presencia inesperada de Condo iban muchas veces hermanadas, pero pregunté dónde íbamos porque a mi siempre me gusta saberlo todo.

Aseguró que íbamos a un lugar donde no había estado. Cruzamos un inmenso jardín viscontiniano y dejamos atrás un estanque lúgrubemente saturado de hojas mustias. El tiempo parecía llevar dos siglos detenido en ese escenario semiabandonado y algo deprimente que ahora era atravesado por dos seres vivos venidos de un futuro gris marengo.

Hasta aquel momento no me había dado cuenta de dónde estábamos. Exclamé, parando mis pasos:

-¿¿Aquí?? Pues claro que he estado aquí antes, Condo, ¿qué se creia? Esta es mi ciudad.

Era el Jardín del Laberinto.

-No -dijo, obligándome a seguir adelante agarrada suavemente por un codo-. Has estado pero no lo conoces bien. Ven.

Noté que la boca se me resecaba. En realidad, la última vez que había estado en el laberinto tendría doce o catorce años.

-Es lo que toca ahora -aseguró en un tono que me pareció un poco autoritario.

-Pero… Espere, ¿no pretenderá entrar... ahí dentro?

-¡Pues claro! -contestó, acercándose peligrosamente a la entrada.

Se me resecó la boca aún más, sentía un miedo irracional y mis latidos apresudados por el traicionero cortisol. ¿Qué pretendería?

-¿Qué hacemos aquí? ¿Qué quiere hacer?...

-Jugar, si te parece.

-¿Jugar?... Pues no me apetece nada entrar ahí para que usted juegue a encontrarme, se lo digo en serio.

-Es que no vas a entrar: lo haré yo y tú me esperarás con el mitológico ovillo -dijo.

Era evidente que lo tenía todo premeditado.

Condo es más que imprevisible y no niego que ahí está una de sus gracias. Esta vez, sin embargo, sus jueguecitos estaban yendo demasiado lejos. No me gustaba el laberinto, ya me había sentido fuera del mundo ahí un par de veces. Y ahora sentía terror a que se perdiera él. No. Quería gritar que no, patalear. Pero me sentí estúpida, una condesa no podía perder el porte a estas alturas.

-No… no haga eso, se lo ruego -murmuré, intentando detener, inútilmente, el escalofrio que me latigaba la espalda.

-Tú no te preocupes -dijo él, totalmente decidido, mientras me entregaba algo-. Ten.

Me entregó algo que ocupaba un volumen discreto en mi mano pero que no dejaba verse. Algo que sólo se comprendía por el tacto, blando y redondo. Parecía un ovillo. Pensé que esa vez se estaba excediendo.

-No... No me haga esto, Condo, se lo pido por lo que más quiera...

-Debo ir al encuentro del Minotauro -anunció-. Tú haz lo que digo y espérame aquí.

Tomó el cabo del hilo y desapareció sin más, impasible y sereno, cruzando con gallardía dieciochesca la entrada de lo desconocido entre dos altos cipreses, sin darme tiempo siquiera a intentar convencerle por última vez. Eran dos cipreses imponentes, la primera pareja de una larga hilera que se ramificaba tras ellos en forma de incógnita.

En pleno mediodía, el silencio y el sol comenzaron a aplastarnos a mí y a mi miedo ante la abertura que no debía cruzar sino ante la que sólo debía esperar pacientemente. Quería llorar, me sentía como una niña abandonada a plena luz del día. Atisbé tímidamente dentro pero sólo se veía más y más cipreses apropiándose de la estela de quietud que había dejado Condo tras de sí después de dejarse engullir por el laberinto.

-Condo… no -creo que susurré para nadie.

Oí aún su voz, ya desde las entrañas de aquel repliegue vegetal.

-¡No te preocupes, he dicho!... ¡Tú sólo sostén el ovillo, por lo que más quieras…! Y no dejes de confiaaar…

Luego se hizo el silencio más espantoso, una calma terrorífica rota sólo por el canto de un jilguero ajeno al miedo y a los mitos griegos. Pensé que le odiaba por hacerme esto. En el interior de aquel silencio de pánico, el tiempo se estiró como un chicle. Transcurrieron horas o días o años, masticados lentamente por el mediodía, desfilando interminables entre los dientes del tiempo. De vez en cuando sentía tirones en el ovillo, que giraba como un ser vivo en mi mano. En esos momentos mis latidos eran tan intensos que cada uno de ellos parecía hacer temblar el universo entero. ¿Y si el Minotauro le había…? Casi podía verlo, enorme, gigantesco, con unas fauces ávidas de sangre, de…

-¡Tenga cuidado, Condo! -intenté gritar cuando el sol ya se había desplazado un buen trozo.

Cuando había transcurrido más tiempo del que sabía contar y hacía demasiado que no se oía nada, mis pensamientos comenzaron a volverse realmente negros: ¿y si nunca más volvía a ver a Condo? A pesar de que entrar ahí dentro era una locura, lo consideré por un momento pero lo deseché enseguida: mi papel, mi misión única y especial, estaba ahí, junto a la entrada, sosteniendo aquel hilo mágico, aquella finísimo cordón umbilical. Además, ocurriera lo que ocurriera no debía dejar de confiar, había dicho. Confiar, confiar...

Por otro lado, el toro gigante comía hombres y héroes, no seres de naturaleza incierta, y hacía tiempo que yo tenía dudas sobre la naturaleza de Condo porque en la vida no hay nada que sea cien por cien seguro, cien por cien inamovible. Y últimamente hablaba mucho acerca del héroe, ¿se refería al héroe semidivino o semihumaon? Intenté entretener la inquietud pensando en eso: el camino del héroe es circular, su sentido de misión le lleva a alcanzar el umbral, decía Campbell, y no se detiene a menos que sea aniquilado (¡aniquilado!), aunque suele contar con el apoyo de deidades femeninas. ¿Qué más me había enseñado Condo? Piensa, condesa, ¡piensa! Estrújate los sesos y haz memoria... ¿Qué más? Sí: que su destino es esencialmente interior, una ganancia de subjetividad que luego sabrá transmitir debidamente. Pero había algo más: que debe saber renunciar si quiere saber regresar. ¿En busca de qué renuncias se habría metido Condo ahí dentro?

“¡No, aniquilado no!”, le dije a mi flaqueza. “Confía, condesa, matará al Minotauro y volverá sano y salvo. Tú confía.”

El ovillo ya había dado varios giros, lo apretaba fuerte en la mano para que no se me cayera al suelo. Por lo que más quisiera, no debía caérseme al suelo... No podría perdonármelo jamás si… Sentí un repentino sudor frío en las axilas.

Después de varias eternidades, mis oidos se agudizaron bruscamente como a un lebrel ante un matorral. Sí, ¡eran sus pasos y parecían cercanos a la entrada! Por fin apareció el héroe y por fin me concedí de nuevo el derecho de respirar a fondo. Me alegré de ver a Condo ahí, otra vez ahí, más ufano que nunca, sacudiéndose algo de polvo de las mangas.

-Ya he vuelto, ¿ves? -dijo, como si nada.

Llevaba algun rasguño en la cara y en una mano. Deseaba insoportablemente preguntar, pero eran tantos los interrogantes que se bloqueaban uno al otro en la laringe sin que pudiera salir ninguno de ellos.

-Ya lo sé -dijo mientras nos dirigíamos a la salida del parque-, no entiendes y te encantaría entender, pero en este momento debes conformarte con esto: hay que pasar por algunas vivencias concretas para que en el interior se generen ciertos mapas mentales. Unos muy determinados.

-¿Mapas?...

-Representaciones -aclara-, unas muy específicas que no pueden surgir de la nada: para entretejerse necesitan una emoción irrepetible. Autopistas mentales, ya sabes. A la realidad solo podemos acceder mediante analogías, simulacros, metáforas.

¿Y para qué diantre necesitaba él…? ¿O acaso se refería a las mías?

-Era preciso -cortó Condo mis pensamientos-. Créeme y ya está. Anda, Ariadna, vamos a comer algo, pero antes te invito a un Martini negro, que te veo un poco paliducha.

“Como me vuelva a hacer algo así, no sé lo que le hago”, pensé.

(FIN)

abr-2007
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