22 junio 2006

11. Condo entre cuencos (y 2)

Ignoro cuánto tiempo ha transcurrido porque el tiempo se ha evaporado y ahora mismo tampoco habría cómo medirlo. La sala está a oscuras, ¿qué se habrá hecho de las antorchas? Ahora parece proceder de la propia mirada eso que ilumina la penumbra en un nivel justo, qué extraño.

Creo que me había quedado dormida o ensoñada, hace rato que no se oyen cuencos. Sí, debo haber estado soñando que estaba sentada en una sencilla mesita de madera color azul cobalto, frente a un inmenso mar como comensal. Junto a nosotros el horizonte tragándose un sol enorme y rojo que parecía querer retardar eternamente su adiós hasta la mañana siguiente, como los niños que no quieren ser arrastrados por mamá al final de la fiesta.

Y súbitamente vuelvo a estar aquí. Incorporo un poco la cabeza para ver si sigo donde estaba, aunque a estas alturas no es que me preocupe demasiado dónde estoy. Pocos metros más allá está la chaisse longue pero está vacía: Condo no está sobre ella. Habrá ido a estirar las piernas. Me levanto para desentumecerme yo también, me estiro por todas partes, doy una vuelta lenta pegándome a las gradas de piedra que rodean la sala, casi se oye el eco de los extasiados en sus arcaicos cánticos a Dyonisos. Podrían ser psicofonías, después de todo tampoco el sonido se crea ni se destruye, viene a ser un baile de ondas que flotan y atraviesan el tiempo. Tiempo que no sabe penetrar estas paredes antiguas, qué delicia. Me acerco hasta la del fondo, la rozo con un dedo mientras camino. Giro sobre mis pasos de nuevo hacia el futton, intentando reencontrar el camino en la semioscuridad.

Al volver paso junto a la chaisse longue. Me parece ver algo en el suelo junto a ella: es un papel doblado. Lo desdoblo: anotaciones en bolígrafo azul en su letra un poco de escuela antigua, algunas palabras tachadas; las supervivientes a las tachaduras, si se leen seguidas, conforman algo parecido a un poema. Apenas se puede leer:


Sueño

sobre finísimos hilos

donde tejen las alondras

alambradas.

Soy un hombre nuevo

iniciado en el olvido.


En el reverso hay un dibujo, también a bolígrafo, es una figura mitad hombre, mitad caballo: un centauro. Parece uno de aquellos dibujos que uno hace distraidamente mientras habla por teléfono. Pues no dibuja mal, pienso. Junto a él pone “Quirón” en letras adornadas, barroca, innecesariamente retocadas varias veces. Doblo el papel y lo dejo en el lugar exacto donde estaba. Condomina nació en diciembre, ¿será por eso que le da por dibujar centauros mientras habla por teléfono? Rebusco en mi memoria: el sabio y bueno Quirón, tras ser herido accidentalmente por la flecha envenenada de su discípulo y amigo Hércules, no pudo más que retirarse a su cueva, agonizante de dolor pero sin poder morir porque era inmortal. Se me hace una chispa de luz, pero es una chispa que se apaga enseguida ante mi impotencia mental. Condo probablemente también es inmortal, como Quirón, sólo alcanzo a pensar de momento. ¿Cómo será la novela que escribe?, me pregunto. Lo único que dejó entrever una vez, indirectamente, es que trataba sobre héroes y arquetipos mitológicos o algo así. Ahora veo que es también todo un poeta.

Me recuesto en mi sitio, justo antes de que él vuelva a aparecer en la sala. Sonríe apenas con los ojos a modo de saludo formal. Me parece observar que renquea un poco, pero está demasiado oscuro.

-¿Le duele algo, Condo? –pregunto mientras se tiende en su chaisse longue.

Y ahí se encalla aún más el tiempo, y lo hace debido a un imperceptible sobresalto de Condo que hace vibrar el aire, algo indefinible; hasta este momento no sabía que era posible percibir un latido ajeno que contiene inquietud y esperanza a la vez. Pero se recompone enseguida y contesta:

-No es nada, una vieja molestia en la rodilla.

¿Qué habría en mi pregunta tan importante?

-Pues sí que está usted hecho u...

Quirón. La pierna. El dolor incurable. La inmortalidad, una herida. Se atropellan entre sí, en mi interior, un montón de cabos sueltos que quedan desparramados e inertes, tiritando de miedo.

Se ha tapado los ojos con el dorso de una mano. ¿Qué será lo que no desea ver? Miro por el rabillo del ojo debajo del diván y observo que el papel ha desaparecido.

-Condo.

-Mmm...

-¿Qué hilos tejen las alondras?

-Unos hilos muy finos –dice en tono de indiferencia- que comunican a algunos seres; así es como se producen algunas sincronicidades. Las que nos ocurren a nosotros a veces, por ejemplo, se deben precisamente a estos hilos.

-Ah –digo, sabiendo que no sonsacaré nada más, pero pensando también que, por algún extraño motivo, confío en él a pesar de esa mezcla de racionalidad e irracionalidad que le caracteriza.

-La confianza pertenece a lo irracional– replica Condo a mis pensamientos en el tono de quien es lo último que desea decir por un rato- y lo irracional, a su vez, al campo de lo no probado, de aquello que se asienta en creencias nada científicas. Y tienes razón en que es difícil confiar en alguien, pero cierto toque de irracionalidad también es imprescindible.

Me cuesta entender de qué habla. ¿Dónde habría ido a dar la vuelta? ¿Se habría tomado dos copas de hidromiel sin diluir? Parece un poco raro.

-Condo.

-¿Qué?

-¿Y por qué se han apagado las antorchas?

-Ya no son imprescindibles para vernos –responde parcamente. Cuando contesta en ese tono, siempre me pregunto cómo no lo he pensado antes. Tiene razón, en esta oscuridad se ve igual que antes.

Luego se queda callado y yo estoy tentada de preguntarle si preferiría ser normal, porque lo que ha dicho antes no lo he comprendido del todo, pero creo que era bueno y, además, ahora parece dormido. Se respira un dulce cansancio en este ambiente húmedo envuelto en piedra, una espera apenas tensa, pero ¿de qué? Le miro de reojo y veo en él un poeta soñando en quién sabe qué cosas. Visto así parece casi vulnerable. Forzando apenas la mirada parece también un cuadro de Escher, de esos donde la lógica se retuerce sobre sí misma. Parece muchas cosas, esto es lo que tiene el ser poliédrico.

Eso de ser como él tampoco tiene que ser tan divertido, pienso mirándole con cierta compasión maternal. La verdad es que, aparte de que a veces sea invisible o pueda hacer aparecer un cubata en su mano por arte de magia, por lo demás últimamente es cada vez más difícil distinguir a Condo de los demás. A veces parece un niño herido, pero otras es de una autosuficiencia que sólo se soporta mediante una admiración a prueba de bomba. Me pregunto cómo será su hermano, el médico.

Todas las partes insolubles de Condo son como los mandamientos: para simplificar se dividen principalmente en dos, lo que me lleva de nuevo a esa imagen del centauro mitad hombre, mitad caballo, o sea: mitad autoconciencia, mitad instinto. Mitad humano, mitad divino; pero eso no puede ser, me digo. Quirón fue rechazado por su padre, un paria del Olimpo, una víctima del azar, condenada al sufrimiento eterno por un error de su discípulo. Le miro otra vez por el rabillo del ojo.

“¿Cómo saber donde nos aguarda la desgracia?” –había dicho un día, tomando unas tapas en el barrio pijo de la ciudad- “¿Qué debemos hacer? ¿Cómo escapar de la maldición?”

-¿Cómo? –había preguntado yo sumamente interesada.

“Pues yo creo que existe una forma, y es saber no sabiendo demasiado (“o sea, haciéndose el tonto”, entendí yo), “que esa creencia no adquiera una dimensión, una masa critica, someterla a la cadena del frio y de deshielo periódicamente, entrar sin estar y salir sin desaparecer, tener un pie en el mundo y otro fuera de él... Sí, condesa, la ambiguedad calculada es la solución para que esa fuerza no tire de nosotros hacia el Hades sin billete de vuelta. La tragedia de algunos es tener la habilidad de hacer cosas muy distintas y lejanas entre sí, pero cuando uno se compromete debe hacerlo por algo con sentido.”

Entonces, como en una revelación, me parece entender una gran cantidad de enigmas: Condo también está en deshielo, se debate contínuamente en el equilibrio entre los opuestos, sólo que ha llegado a una entente cordiale con ellos: ha arrancado de la vida un trozo de paradoja para vestirse y confundirse camaleónicamente con ella, como los soldados en misión de ataque que se cubren con las hojas de la misma selva. Debí haberlo entendido antes, pero soy bastante lenta: esa ambigüedad que tanto me rebota a veces no es más que un mecanismo para defenderse de la inmortalidad. Por algún motivo se está cansando de ser como era, o quizá se haya vuelto dependiente de sus propias estrategias para deslizarse por la vida de nosotros los normales, haciendo equilibrios constantes para no ser excomulgado por sí mismo de ninguno de ambos mundos. Qué incómoda debe ser su vida, entonces, y qué absurda había sido, hace tiempo, al estar casi a punto de odiarle: en realidad lo que necesita es redimirse, zafarse de sus propias trampas.

Le miro de nuevo, perdido en sueños, pero me fijo en su expresión de sonrisa ida, perdida en su otro mundo. Cuando duerme al menos no capta mis pensamientos, eso es lo bueno, así que dispongo aún de un margen para retomar por última vez a Quirón, que anhelaba morir y no podía, pero que finalmente fue redimido por Prometeo en un trueque rocambolesco. Son varias las ocasiones en que Condo me ha hablado sobre el sentido de la misión en la vida, sobre el destino, uno de sus temas favoritos. Ha llegado a sugerir, en tono misterioso, que yo aún desconozco la mía. El recuerdo de esa sugerencia cristaliza ahora en una cadena de interrogantes: ¿Cuál sería la vía de redención de Condo? ¿Debía yo curar la herida incurable en la pata del centauro? ¿Era ese mi destino y no me atrevía a creerlo?

220606

modif oct-2007

No hay comentarios: