23 julio 2007

14. Condo y la casa habitada


Al final el del matadero fué amable, pero ¿quién me mandaba a mí meterme en tales berenjenales? ¿Acaso me creía Caperucita?
Ese día comenzó de un modo banal, pues inscribirse en un taller de yoga de un fín de semana en la naturaleza tampoco parecería nada tan grave. Siempre, claro está, que no se cometa errores como el que cometí.
El curso comenzaba por la noche del viernes. Previamente me había asegurado por teléfono que el taxista del pueblo me llevaría desde la estación de tren, a la hora convenida, hasta una casa situada a algunos kilómetros del pueblo, entre densos bosques de pinos y encinas. El dueño la alquila a grupos para este tipo de eventos. Algunos de mis compañeros ya habían estado anteriormente allí y habían ofrecido sus coches, pero preferí venir por mi cuenta en uno de mis nunca escarmentados alardes de autosuficiencia.
La noche ya llevaba buen rato instalada cómodamente sobre las copas de los árboles. ¿Tenía que ocurrir eso en luna nueva? Al menos no aparecería el lobo del cuento, pues es sabido que los lobos tradicionales prefieren la luna llena, pensé.
En el transcurso de un recorrido por una negra pista de montaña durante el cual el taxista sesentón sufrió visiblemente por sus neumáticos y sus amortiguadores, preguntó varias veces si estaba segura de dónde iba. Yo, metódica, le aseguré que sí, pues tenía el plano muy bien detallado del lugar. “No estoy seguro ahora de qué masía dices, vine una vez hará diez años, pero...”. A mí, por mi parte, me pareció haber contado bien los desvíos de cotos privados de caza -legibles tan sólo por los faros del coche al pasar- y haber distinguido claramente la curva cien metros antes del punto desde el que debía divisarse la casa en cuestión, a la derecha.
-Aquí, es aquí –digo de pronto al ver entre las ramas algo de color claro.
-¿Estás segura? –pregunta el taxista, frenando con un fruncido de entrecejo mientras mira hacia donde miro yo, y viendo también el lodazal que nos separa de la casa-. Es que hasta allá no puedo meterme, tengo que dejarte aquí...
-Sí, sí, seguro, no se preocupe –digo.
Me bajo, a una cincuentena de metros de la casa. En medio de la negrura, las luces del coche retroceden un poco con el inconfundible lamento de la marcha atrás, y luego se alejan hasta perderse por donde habíamos venido. No hay ni un atisbo de luna, o, para ser exactos, un curvo hilito muy tenue, pero en breve me encontraré con los demás junto a la chimenea -me reconforto-, como cuando íbamos de colonias. Es al aproximarme a la casa cuando me asalta una duda: ¿por qué está toda a oscuras? ¿tendrán avería eléctrica?
Saco el móvil del bolso con un gesto que imita a aquél con el cual saca el revólver protector, en las películas americanas, el inspector de policía al aproximarse al polígono industrial abandonado donde se esconde el criminal. Lástima que la previsión no me alcanzara también a cargar la batería cuando aún tenía enchufes a mano, antes de salir de casa, porque al menos serviría, si ya no para disparar, al menos para llamar a alguien. Eso suponiendo que en este bosque hubiera cobertura, porque –naturalmente- tampoco la hay.
Mi instinto, perspicaz como pocos, huele finalmente a error indefinido, un error que acecha en algún sitio, sólo que no se ve casi nada y no puedo adivinar siquiera dónde ubicar exactamente el desajuste. La luminosidad casi nula permite confirmar a duras penas que la construcción es una vieja casona de dos pisos y buhardilla en medio de una nada frondosa. Esperaba algo más grande, no sé, quizá algo menos tétrico. Llamo tímidamente a una puerta circundada por hiedra, esperando sin mucha esperanza una contestación con matiz humano. A menos, pienso, que suene el despertador y deba volver a empezar, en cuyo caso me recuerdo a mí misma, en esa otra versión, cargar el móvil antes de salir.
Pero ni hay contestación ni suena ningún despertador que me devuelva a mi cama. Se me ocurren una veintena de sinónimos para mi estupidez por haber dejado marchar al taxista. De momento, me digo, lo que hay que hacer es no perder la calma y volver a llamar confiando en que están todos dentro (por alguna razón a oscuras) y que no han oído el timbre la primera vez. No hay nada como el optimismo, me insisto a mí misma: a los optimistas todo les va bien, no al revés.
Esta vez golpeo la puerta con la fuerza que proporciona la angustia cuando los despertadores no suenan. “Porque esto”, pienso, “debe ser la realidad real”. Golpeo de nuevo. Tensa espera. Silencio.
¿Miedo? No, condesa: los lobos sólo salen en luna llena, hemos dicho. Es curioso cómo el humorismo puede asaltar en situaciones como esta, a modo de tabla donde la mente se agarra desesperada para no hundirse. Analicemos la situación: me hallo en medio de un bosque de pinos y encinas, en plena noche oscura de otoño, sin rastro alguno de civilización a la vista, sin medios de contactar con nada civilizado, y a diez kilómetros, montaña por medio, del núcleo urbano más próximo. Calculo que a pié, a razón de 4 kilómetros por hora, llegaría en dos horas y media. ¿Qué hacer? Una opción -de hecho, la más atractiva por el momento- es escoger asiento junto a un buen pino que inspire confianza por su aire sereno y llorar en su hombro. En su tronco. Miro alrededor y, dada la oscuridad, elijo uno casi a ciegas. Me siento junto a él.
-Es cierto, pino –le digo, rodeando su tronco con mis brazos-, mi estupidez no tiene límites. Ya tenía razón el taxista en dudar: el sitio no era este.
Me acometen intensos deseos de llorar para aliviar la tensión. Condo dice que la queja sólo es operativa cuando hay público, pero algunas mujeres se ven a sí mismas más bellas con la cara bañada en llanto. A lo lejos se oye el canto de un cuco. Un reloj de madera oscura traido de Suiza, un pajarillo con resorte que salía incansable cada media hora, traiciones de la memoria en momentos poco adecuados. La noche extendiéndose sobre mí pero sin público al que enternecer.
Apoyo el mentón en ambas manos, me hundo en mi peor ánimo y me doy lástima a mí misma por pensar poco o mal o a destiempo, como casi siempre. Comienzan a rodar algunas lágrimas de victimismo, atraídas por la misma ley que atrae hacia abajo cualquier otro tipo de lágrima, cuando el instinto reptiliano se pone en pie súbitamente: ¿ha sido eso un ruido en la hojarasca? No, ya hemos dicho que lobos no hay. Será una ardilla, o cualquier otro animal. Fijo la vista pero es inútil porque todo es del mismo color: el de un bosque en noche de luna nueva. Y otra vez el ruido. Ahora parecía algo más cerca. El tambor de mi corazón redobla a la desesperada, regado por un chorro extra de noradrenalina y cortisol. Respiración baja, condesa; total, igual tu destino no era tan digno como soñaste, sino morir degollada por un loco en medio de un bosque catalán, o acaso comida a dentelladas por un jabalí poco solidario con las especies bípedas. Moriría sin batería y sin cobertura, pienso.
Otra dosis de cortisol llega esta vez al oído al distinguirse un nuevo sonido: claramente, el de pasos sobre la hojarasca. Ya no hay duda. Me convierto toda yo en un signo de exclamación gigante.
-Buenas –dice Condo, aproximándose a mi pino.
-Vaya, ya me extrañaba a mí... –miento, preguntándome si es mayor la sorpresa o el alivio.
Se para a poca distancia porque algo ha captado su atención en el suelo. Se agacha, escarba con cuidado, creo que recoge algo y continúa su paso hacia mi pino.
-¿Qué es eso?
-¡Un rovellón o níscalo! –responde él, contentísimo de su hallazgo-. ¡Están buenísimos a la plancha! ¡Sobre todo con ajo y perejil!
La gastronomía es, justamente, el tema que más suele interesarme cuando me pierdo en un bosque sin luna y sin cobertura, ¿cómo lo sabrá?
-Pero pareces algo consternada, condesa.
-Psé, qué quiere que le diga –respondo en tono de indiferencia.
-No me lo digas, a ver si adivino: te has perdido otra vez.
Pasaré por alto eso de “otra vez”, aunque en el resto habré de darle la razón.
-Bueno... perdida... En cierto modo sí.
Se ríe sin pudor alguno.
-¡Ja ja ja! ¡En cierto modo, dice! ¡Ja ja ja! Perderte es tu metáfora preferida, ¡ja ja!
-¿Cómo sabe que es un rovellón? ¿También entiende de setas? Tenga cuidado, no sea una Amanita Phalloides o algo así –digo con cierto resentimiento por su poca sensibilidad. Como si él pudiera morir por una seta venenosa. Replica:
-¡Ja ja, tú sí que estás hecha una buena amanita! Ahora en serio: la Amanita Phalloides, conocida vulgarmente como hongo de la muerte, se distingue por un anillo en su base que no se encuentra en ningún hongo comestible. Sus toxinas dañan seriamente el hígado, riñón y el sistema nervioso central, causando entre otros edema cerebral, sepsis, colapso cardiovascular, etcétera.
-Ya, pero usted es invulnerable, ya lo sé.
Su expresión se pone momentáneamente más seria.
-Mujer, la amanita no es necesariamente letal pero, si yo pudiera morir y elegir la forma, preferiría hacerlo de otro modo y no por un atracón de setas. Pero ahora en serio, ¿qué se te ha perdido a tí en este bosque?
-Me he equivocado de lugar –respondo con más humildad que antes.
-Bueno, eso salta a la vista, ¡ja ja!
A estas alturas ya le perdono casi cualquier broma. No me sacará de aquí porque sus trucos para desaparecer le sirven sólo a él, pero al menos hay con quien charlar un rato.
-Y en esta casa no hay nadie a quien preguntar -añado, señalando con la cabeza.
-Hum –mira Condo hacia una ventana oscura-. Pues yo diría que sí está habitada.
No le comprendo, pero distingo sus tonos y eso lo ha dicho de verdad. Miro a mi vez hacia la ventana, pero no veo nada distinto de antes.
-Si insistes te abrirá alguien -asegura.
-¿Lo dice en serio? –me asombro.
-Totalmente.
Miro de nuevo hacia la casa.
-Pero antes ya he...
Acaba de desaparecer dejándome sumida entre la espesura y la incertidumbre. Sin él a veces el contraste con el vacío es tremendo, gigantesco.
Me acerco de nuevo a la puerta y la vuelvo a golpear. Esta vez se enciende una luz arriba. La ventana se abre y desde su interior aparece una cabeza, que dice:
-¿Quién eres?
No me lo puedo creer: Condo tenía razón.
-Iba a... a un... no sé dónde exactamente, debe ser cerca... –balbuceo por toda explicación enfocando la cabeza hacia lo alto.
-A esa casa donde hacen cursos de cosas raras, ¿no? –dice la cabeza.
-Pues... sí.
Me quedo mirando la cara mal iluminada de ahí arriba. Es un hombre de mediana edad, creo que lleva gafas, pero no se vé muy bien. Tras mi respuesta, no dice nada. Parecería que aquí acabe la historia de la humanidad y vayan a aparecer en algún sitio las palabras The End, como en esas películas en que es el espectador quien ha de aventurar el final. Yo tampoco sé qué más decir.
-No, no está tan cerca. ¿Vas a pie? –pregunta sin ninguna prisa.
-Sí.
-Pues a pie tienes un buen rato hasta ahí –dice el hombre.
Pues sí que me ayuda el saber esto.
Y nada otra vez. Me estoy hartando de este diálogo tan parco e infructuoso: si mis congéneres son así de fraternales, la soledad absoluta no era peor que esto. ¿Habrá leído este hombre el cuento de la Caperucita? Probaré suerte añadiendo un tema nuevo:
-He intentado llamar, pero no hay cobertura…
-No, aquí no hay cobertura.
Transcurren varios milenios más.
-Pasa, si quieres, y llama desde aquí –dice al fín.
¿Si quiero, ha dicho? Baja a abrirme. Tendrá unos treinta y cinco años, de complexión media, gafas de miope, tejanos, calzado deportivo. No parece demasiado simpático, la verdad. Sube las escaleras delante de mí, y llegamos a un salón muy amplio, con chimenea, decorado en el estilo en que decoran la mayoría de solteros sus viviendas. Hay un pastor alemán tendido en el centro, que se levanta perezosamente para saber quién viene con su dueño.
-Ahí tienes el teléfono –indica, para añadir a continuación-: Yo ahora estoy cenando, si esperas a que termine te llevo yo.
-Ay, pues muchas gracias.
Hago algunas llamadas, pero nadie contesta. ¿Dónde se habrán metido todos? Finalmente obtengo una respuesta, hablo con la hija de Elisabet, una de mis compañeras.
-No, mamá no está, y además se ha olvidado su móvil aquí.
-¿Sabes si ha venido al encuentro de yoga?
-No, ha ido a cenar fuera. Irá allá mañana, dijo.
Cuelgo y vuelvo al salón, algo desanimada.
-Siéntate por ahí –dice el hombre que cena-. ¿Te da miedo el perro?
-No, al contrario –digo aceptando los olisqueos del pastor alemán y acariciando su cabezota.
-Se llama Nix, es hembra.
¿Qué hago yo en pleno bosque, en casa de un desconocido que cena tranquilamente mientras yo le miro, a él y a su perro mitológico?
El hombre mastica un bocado de sandwich. Al terminar de hacerlo, dice:
-Soy escritor.
-¿De veras?
-Bueno, de día trabajo en el matadero del pueblo, y el resto de horas soy escritor. Esta casa la heredé de mi abuelo, pero aún no he terminado de arreglarla. ¿Quieres una cerveza?
-No, muchas gracias.
Luego el escritor me explica que no soy la primera persona que se pierde buscando esa casa de colonias. Tras el último bocado, se levanta y coge unas llaves de la mesita de centro.
-Anda, ven, te llevo en mi coche.
-Así que escribes –apunto para amenizar un poco el trayecto.
-Sí, una novela, aunque he publicado cuentos cortos. Otro rollo.
¿Le pregunto de qué trata la novela? Es la pregunta más absurda que se puede hacer a un escritor.
-Y tu novela ¿de qué va?
Sin apartar la vista del camino, contesta:
-Va… Bueno, es la nieta de una condesa que de vez en cuando habla con un personaje algo extraño. Voy casi por la mitad.
-Ah.
Y me dejó ante la casa, pero en aquella sí había luz. Llamé a la puerta y supe que esta vez sí me abrirían a la primera, pues mis compañeros estaban dentro. Les oí reir.
(FIN)
ago-06
modif oct-2007
modif. jun-2009

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